CRISTO ES LA LUZ DE LOS PUEBLOS
La Epifanía es una de las fiestas litúrgicas más antiguas, más aún que la
misma Navidad. Comenzó a celebrarse en Oriente en el siglo III y en Occidente
se la adoptó en el curso del IV. Epifanía, voz griega que a veces se ha usado
como nombre de persona, significa "manifestación", pues el Señor se
reveló a los paganos en la persona de los magos.
El término Epifanía también puede ser entendido1 para traducir el concepto de
"gloria de Dios" que indica las huellas de su paso o, más
simplemente, su presencia. En el Nuevo Testamento, en las cartas paulinas tardías,
se refiere a la entrada de Cristo en el mundo,
presentada como la del emperador que viene a tomar posesión de su reino (latín:
adventus, de ahí el tiempo de Adviento como preparación a la Navidad). A partir
de este significado, el término se usó en Oriente para indicar la manifestación
de Cristo en la carne y a continuación, a partir del siglo IX, para designar la fiesta de la
revelación de Jesús al mundo pagano. Esta es la fiesta que se sigue celebrando
el día 6 de enero.
En la narración de la Biblia Jesús se dio a conocer a diferentes personas y en
diferentes momentos, pero el mundo cristiano celebra como epifanías tres
eventos, a saber:
La Epifanía ante los Reyes Magos (tal y como se relata en Mateo
2, 1-12) y que es celebrada el día 6 de enero de cada año.
La Epifanía a San Juan Bautista en el río Jordán.
La Epifanía a sus discípulos y comienzo de su vida
pública con el milagro en Caná en
el que inicia su actuación pública.
En realidad la fiesta de epifanía que más se celebra es la que corresponde
al día 6 de enero de cada año en la que los tres magos,
según la tradición (en las traducciones de Biblias protestantes, y ya actualmente en las últimas
traducciones de las biblias católicas, elaboradas en colaboración ecuménica e interconfesional, se menciona el
adjetivo sabios) denominados: Gaspar, Melchor y Baltasar que aparecen del oriente para adorar la
primera manifestación de Jesús como niño ofreciendo tres regalos
simbólicos: oro, incienso y mirra.
En realidad, la Biblia no habla del número de los magos, o sabios, ni tampoco
de sus nombres. Ha sido la tradición posterior la que ha identificado su número
y nombres. Los restos de los magos descansan en la Catedral de Colonia en Alemania.
Tres misterios se han solido celebrar en esta sola fiesta, por ser tradición
antiquísima que sucedieron en una misma fecha aunque no en un mismo año; estos
acontecimientos salvíficos son la adoración de los magos, el bautismo de Cristo
por Juan y el primer milagro que Jesucristo, por intercesión de su madre,
realizó en las bodas de Caná y que, como lo señala el evangelista Juan, fue
motivo de que los discípulos creyeran en su Maestro como Dios.
Para los occidentales, que, como queda dicho más arriba, aceptaron la fiesta
alrededor del año 400, la Epifanía es popularmente el día de los reyes magos.
En la antífona de entrada del culto correspondiente a esta solemnidad se canta:
"Ya viene el Señor del universo, en sus manos está la realeza, el poder y
el imperio". El verdadero rey que debemos contemplar en esta festividad es
el pequeño Jesús. Las oraciones litúrgicas se refieren a la estrella que
condujo a los magos junto al Niño Divino, al que buscaban para adorarlo.
Precisamente en esta adoración han visto los santos padres la aceptación de
la divinidad de Jesucristo por parte de los pueblos paganos. Los magos supieron
utilizar sus conocimientos-en su caso, la astronomía de su tiempo- para
descubrir al Salvador, prometido por medio de Israel, a todos los hombres.
El sagrado misterio de la Epifanía está referido en el
evangelio de san Mateo. Al llegar los magos a Jerusalén, éstos preguntaron en
la corte el paradero del "Rey de los judíos". Los maestros de la ley
supieron informarles que el Mesías del Señor debía nacer en Belén, la pequeña
ciudad natal de David; sin embargo fueron incapaces de ir a adorarlo junto con
los extranjeros. Los magos, llegados al lugar donde estaban el niño con María
su madre, ofrecieron oro, incienso y mirra, sustancias preciosas en las que la
tradición ha querido ver el reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de
Cristo (oro), de su divinidad (incienso) y de su humanidad (mirra).
A Melchor, Gaspar y Baltasar -nombres que les ha atribuido la leyenda,
considerándolos tres por ser triple el don presentado, según el texto
evangélico -puede llamárselos adecuadamente peregrinos de la estrella. Los
orientales llamaban magos a sus doctores; en lengua persa, mago significa
"sacerdote". La tradición, más tarde, ha dado a estos personajes el
título de reyes, como buscando destacar más aún la solemnidad del episodio que,
en sí mismo, es humilde y sencillo. Esta atribución de realeza a los visitantes
ha sido apoyada ocasionalmente en numerosos pasajes de la Escritura que
describen el homenaje que el Mesías de Israel recibe por parte de los reyes
extranjeros.
La Epifanía, como lo expresa la liturgia, anticipa nuestra participación en
la gloria de la inmortalidad de Cristo manifestada en una naturaleza mortal
como la nuestra. Es, pues, una fiesta de esperanza que prolonga la luz de
Navidad.
Esta solemnidad debería ser muy especialmente observada por los pueblos que,
como el nuestro, no pertenecen a Israel según la sangre. En los tiempos
antiguos, sólo los profetas, inspirados por Dios mismo, llegaron a vislumbrar
el estupendo designio del Señor: salvar a la humanidad entera, y no
exclusivamente al pueblo elegido.
Con conciencia siempre creciente de la misericordia del Señor, construyamos
desde hoy nuestra espiritualidad personal y comunitaria en la tolerancia y la
comprensión de los que son distintos en su conducta religiosa, o proceden de
pueblos y culturas diferentes a los nuestros.
Sólo Dios salva: las actitudes y los valores humanos, la raza, la lengua,
las costumbres, participan de este don redentor si se adecuan a la voluntad
redentora de Dios, "nunca" por méritos propios. Las diversas culturas
están llamadas a encarnar el evangelio de Cristo, según su genio propio, no a
sustituirlo, pues es único, original y eterno.
CRISTO LA EPIFANÍA DEL PADRE
1. «La luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas
no la acogieron» (Jn 1, 5).
Toda la liturgia habla hoy de la luz de
Cristo, de la luz que se encendió en la noche santa. La misma luz que
guió a los pastores hasta el portal de Belén indicó el camino, el día de la
Epifanía, a los Magos que fueron desde Oriente para adorar al Rey de los
judíos, y resplandece para todos los hombres y todos los pueblos que anhelan
encontrar a Dios.
En su búsqueda espiritual, el ser humano ya dispone
naturalmente de una luz que lo guía: es la razón, gracias a la cual puede
orientarse, aunque a tientas (cf. Hch 17, 27), hacia su
Creador. Pero, dado que es fácil perder el camino, Dios mismo vino en su ayuda
con la luz de la revelación, que alcanzó su plenitud en la encarnación del
Verbo, Palabra eterna de verdad.
La Epifanía celebra la aparición en el mundo de esta
luz divina, con la que Dios salió al encuentro de la débil luz de la razón
humana. Así, en la solemnidad de hoy, se propone la íntima relación que existe
entre la razón y la fe, las dos alas de que dispone el espíritu humano para
elevarse hacia la contemplación de la verdad, así como nos lo recuerdan las
lecturas bíblicas que menciono abajo.
Cristo no es
sólo luz que ilumina el camino del hombre. También se ha hecho camino para
sus pasos inciertos hacia Dios, fuente de vida. Un día dijo a los Apóstoles:
«Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me
conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo
habéis visto» (Jn 14, 6-7). Y ante la objeción de Felipe añadió: «El
que me ha visto a mí ha visto al Padre. (...) Yo estoy en el Padre y el Padre
está en mí» (Jn 14, 9.1 1). La epifanía del Hijo es la
epifanía del Padre.
¿No es éste, en definitiva, el objetivo de la venida
de Cristo al mundo? El mismo afirmó que había venido para «dar a conocer al
Padre», para «explicar» a los hombres quién es Dios y para revelar su rostro,
su «nombre» (cf. Jn 17, 6). La vida eterna consiste en el
encuentro con el Padre (cf. Jn 17, 3). Por eso ¡cuán oportuna
es esta reflexión, especialmente durante el año dedicado al Padre!
La Iglesia prolonga en los siglos la misión de su
Señor: su compromiso principal consiste en dar a conocer a todos los hombres el
rostro del Padre, reflejando la luz de Cristo, luz de amor, de verdad y de paz.
Para esto el divino Maestro envió al mundo a los Apóstoles, y envía
continuamente, con el mismo Espíritu, a los pastores de la Iglesia,
presbíteros, maestros y profetas.
3. Todos nosotros, amadísimos hermanos que, con la
plenitud del sacerdocio universal, lleguéis a ser ministros de la epifanía de
Dios entre los hombres. A cada uno de vosotros se confían misiones específicas,
diferentes una de otra, pero todas encaminadas a difundir el único Evangelio de
salvación entre los hombres, lleve por doquier, con las palabras y las obras,
el anuncio gozoso de la Epifanía, en la que el Hijo reveló al mundo el rostro
del Padre rico en misericordia.
4. El mundo, en el umbral del tercer milenio, tiene
gran necesidad de experimentar la bondad divina, de sentir el
amor de Dios a toda persona.
También a nuestra época se puede aplicar el oráculo
del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «La oscuridad sobre la tierra, y
espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti
aparece» (Is 60, 2-3). En el paso, por decirlo así, del segundo al
tercer milenio, la Iglesia está llamada a revestirse de luz (cf. Is 60,
1), para resplandecer como una ciudad situada en la cima de un monte: la
Iglesia no puede permanecer oculta (cf. Mt S, 14), porque los
hombres necesitan recoger su mensaje de luz y esperanza, y glorificar al Padre
que está en los cielos (cf. Mt 5, 16).
Conscientes de esta tarea apostólica y misionera, que
compete a todo el pueblo cristiano, pero especialmente a cuantos el Espíritu
Santo ha puesto como pastores y maestros para pastorear la Iglesia de Dios
(cf. Hch20, 28), vamos como peregrinos a Belén, a fin de unirnos a
los Magos de Oriente, mientras ofrecen dones al Rey recién nacido.
Pero el verdadero don es él: Jesús, el don de Dios al
mundo. Debemos acogerlo a él, para llevarlo a cuantos encontremos en nuestro
camino. Él es para todos la epifanía, la manifestación de Dios, esperanza
del hombre, de Dios, liberación del hombre, de
Dios, salvación del hombre.
Cristo nació en Belén por nosotros.
Venid, adorémoslo. Amén.
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