lunes, 24 de septiembre de 2012

EL ESPÍRITU SANTO






Capítulo XXI

CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
 


El Espíritu Santo, más que una creencia, debe ser una vivencia. Exclamar «creo en el Espíritu Santo», más que el enunciado de un credo, ha de ser el testimonio irrefutable del que ha experimentado en su vida la acción del Espíritu de Dios vivo. Pero si no nos familiarizamos con el Espíritu Santo, si no reconocemos su acción, la última parte de nuestro Credo se nos convierte en un índice de fórmulas: la Iglesia se reducirá a ser una organización folclórica, la comunión de los santos será una teoría inútil, el perdón de los pecados un objetivo inalcanzable, la resurrección de la carne un irracional deseo y la vida eterna no será más que una utopía delirante.

En la última Cena, Jesús hizo a sus apóstoles una maravillosa promesa. Les dijo que no los dejaría «huérfanos», sino que iba a enviarles el Espíritu Santo, quien sería su «Consolador», que estaría siempre «en ellos», que les recordaría todo lo que él les había enseñado, y que los llevaría a toda la verdad.

El Espíritu Santo sería, según esa promesa de Jesús, su «Sustituto». «Él estará en ustedes», les dijo Jesús (Juan 14:17). Antes, Jesús estaba «con» ellos. Ahora, ya no sería algo externo sino interno, estaría «dentro de ellos».

Es por esto que consideramos que todo hombre que está unido con Jesucristo de tal manera que posea la libertad de reconocer su Palabra como dirigida a él mismo y la obra de Jesucristo como realizada para él, y así mismo posea la libertad de reconocer también el mensaje de Cristo como una misión que ha de cumplir él mismo; todo hombre que reconoce y espera indudablemente en virtud de su propia experiencia y acción humanas, pero no en virtud de su capacidad, decisión y esfuerzos humanos, sino únicamente basándose en el don libre de Dios, don con que, precisamente, le es otorgado todo lo indicado. El Espíritu Santo es Dios manifestado en ese don y esa entrega al hombre.

En esta tercera parte del Credo vuelve a repetirse el "yo creo", y esto no sólo por medio del estilo, sino que con ello se nos indica enfáticamente que el contenido del Credo cristiano se muestra en un nuevo aspecto, lo cual significa que lo que ahora sigue no se une sin más ni más a lo que hasta aquí se dijo. Es como si se recogiese el aliento...; es la extraña pausa entre la Ascensión y Pentecostés.

Lo que expresa el tercer artículo del Credo se refiere al hombre. Mientras, el artículo primero y segundo hablan de Dios y del Dios-Hombre, respectivamente, el tercero habla del hombre. Claro está que no vamos a pretender hacer aquí ninguna separación, sino que los tres artículos han de entenderse dentro de su unidad. Se trata ahora del hombre, el cual toma parte, y parte activa por cierto, en la acción de Dios. El hombre corresponde al Credo; el Credo tiene que referirse al hombre. He aquí el insólito misterio al que nos acercamos ahora. En tanto el hombre toma parte libre y activamente en la obra de Dios, hay una fe en el hombre, es decir, se cree en el hombre. El que esto se convierta en suceso es debido a la obra del Espíritu Santo, o sea, a la obra de Dios en la tierra, obra que corresponde a aquella otra, oculta, consistente en que el Espíritu Santo salga del Padre y del Hijo. ¿En qué consiste esa participación del hombre en la obra de Dios, en tanto el hombre muestra una presencia libre y activa? Si todo se quedase en objetividad, resultaría desconsolador. Y es que hay también lo subjetivo. Actualmente aparece lo subjetivo como rodeado de malezas que empezaron a crecer en el siglo XVII y que Schleicrmacher* trató de ordenar sistemáticamente. El privar a lo subjetivo de su genuinidad no ha sido sino un intento desesperado por hacer volver la verdad del tercer artículo.

Empecemos por dejar asentado que existe una conexión general de todos los hombres con Jesucristo y que todo hombre es hermano de Jesucristo. El murió por todos los hombres y resucitó también para todos, de modo que a todo hombre se refiere directamente la obra de Jesucristo52. Este hecho encierra en sí una promesa para la humanidad entera, y ello mismo es el razonamiento más importante y únicamente positivo para justificar y explicar eso que llamamos humanidad. No podrá obrar ni hablar inhumanamente el que haya realizado una vez eso de "Dios se hizo hombre".

Sin embargo, al referirnos al Espíritu Santo, no miramos primero a la totalidad de los hombres, sino a la pertenencia especial de algunos hombres especiales que pertenecen a Jesucristo. Al hablar del Espíritu Santo, se trata, pues, de aquellos hombres que están unidos con Jesucristo de manera tan especial que poseen la libertad de reconocer su palabra, su obra y su mensaje de un modo determinado y que, por su propia parte, esperan lo mejor para todos los hombres.

Refiriéndonos antes a la fe, ya subrayamos el concepto de la libertad. "Donde hay el espíritu del Señor, allí hay libertad" (2°Corintios 3:17). Lo mejor es tomar el concepto de la libertad si se pretende circunscribir el misterio del Espíritu Santo. Recibir el Espíritu, tenerlo, vivir en Espíritu significa ser libertado y poder vivir en libertad. No todos los hombres son libres. Porque la libertad no es cosa nada natural ni tampoco simplemente un predicado propio del hecho de ser hombre. Todos los hombres están destinados a ser libres, pero no todos viven en esa libertad. Además, desconocemos dónde se halla la línea de separación "El Espíritu de donde quiere sopla" (Juan 3:8)... El que el hombre posea el Espíritu no es ningún estado natural, sino que dicha posesión será siempre una calificación especial, un don de Dios. En toda esta cuestión se trata pura y simplemente de pertenecer a Jesucristo. Y tocante al Espíritu Santo, éste no es ni distinto de Jesucristo, ni tampoco algo nuevo; de manera que el concepto contrario a esto siempre fue un error. El Espíritu Santo es el espíritu de Jesucristo: "Tomará de lo mío y os lo dará" (Juan 16:14). El Espíritu no es otra cosa que una relación determinada de la Palabra con el hombre. En Pentecostés, al derramarse el Espíritu Santo, se trata de un movimiento (pneuma —espíritu— significa: viento) de Cristo hacia el hombre. El les echó su aliento: "Tomad el Espíritu Santo" (Juan 20:22). Los cristianos son hombres que han recibido el aliento de Cristo. De aquí que, por una parte, sea poca toda templanza al hablar del Espíritu Santo; y es que se trata de la participación del hombre en la palabra y la obra de Cristo.

Sin embargo, esto que parece tan sencillo resulta, al mismo tiempo, una cosa altamente incomprensible; porque la participación del hombre es una participación activa. Si reflexionamos sobre lo que esto significa en última consecuencia, diremos: el ser aceptado como elemento activo en la gran esperanza de Jesucristo que vale para todos los hombres en general, no es cosa nada natural. Aquí estamos ante la respuesta a una pregunta que nos es hecha de nuevo cada mañana, al despertar. Se trata del mensaje de la Iglesia, y en tanto oigo ya dicho mensaje se convierte en misión propia que he de cumplir; es decir, ese mensaje también me es entregado a mí, como cristiano, y con eso me veo convertido en portador suyo. Al suceder tal cosa me encuentro puesto en una situación, conforme a la cual yo, por mi parte, he de ver a los hombres, a todos los hombres, de otra manera que hasta entonces: no tengo otro remedio que esperar para todos ellos el mayor beneficio.

Oídos espirituales para percibir la palabra de Cristo, gratitud por su obra y, a la vez, responsabilidad con respecto a su mensaje y, finalmente, ganar confianza, precisamente, en los hombres por amor de Jesucristo; he aquí la libertad que recibimos cuando Cristo nos da su aliento, cuando nos envía su Santo Espíritu. Si él deja de existir para mí en una lejanía histórica o celestial, teológica o eclesiástica; si él me viene al encuentro y toma posesión de mí, esto tendrá por consecuencia que yo oiga, sea agradecido, me haga responsable y, finalmente, pueda abrigar esperanza para mí y para los demás, o, dicho de otro modo, la consecuencia será que podré vivir cristianamente.

El recibir esta libertad es algo enormemente grande y no tiene nada de comprensible y natural. Por eso es preciso orar diariamente y a cada hora, suplicando: Veni creator Spiritus! ¡Ven, que oímos la palabra de Cristo y rebosamos agradecimiento! Como vemos, todo ello forma un círculo completo: Nosotros no "tenemos" esa libertad, sino que continuamente nos es ofrecida y otorgada por Dios.

Explicando el primer artículo dije que la Creación no es un milagro inferior al nacimiento virginal de Cristo. Ahora quisiera decir, en tercer lugar, lo siguiente: El hecho de que haya cristianos, o sea, hombres con la libertad de que hablamos, no es menos milagroso que el nacimiento de Jesucristo del Espíritu Santo y la virgen María o la creación del mundo “ex nihilo”. Y es que reflexionando sobre lo que somos y cómo somos, sentimos ansia de clamar, diciendo: ¡Señor, ten misericordia de nosotros! Este milagro es el que estuvieron aguardando los discípulos durante diez días después de la Ascensión del Señor. Sólo una vez transcurrida esa pausa de diez días tuvo lugar el derramamiento del Espíritu Santo y con ello surgió la nueva congregación. Sucedió, pues, una nueva acción divina, que sin embargo, como toda obra de Dios, no es más que una confirmación de las anteriores. Es imposible separar al Espíritu y a Jesucristo. "El Señor es el Espíritu", dice Pablo (2 Cor. 3:17 ).

Cuando los hombres reciben y pueden tener el Espíritu Santo, se trata, sin duda, de una experiencia y una acción humana. Es, desde luego, también cuestión del entendimiento, de la voluntad e incluso quisiera decir que hasta de la fantasía. Al hecho de ser cristiano corresponde el que sea poseído el hombre íntegro, hasta los lugares más recónditos de la llamada "subconsciencia". La relación de Dios para con el hombre comprende la totalidad de éste. ¡Cuidado, no obstante, con caer en la incomprensión de considerar el Espíritu Santo como creación del espíritu humano! Es tradicional considerar la teología entre las "Ciencias del espíritu", cosa que ella puede, consentir con buen humor. Pero por lo que atañe al Espíritu Santo, éste no es idéntico al espíritu humano, sino que se encuentra con él. Ciertamente, no vamos a denigrar al espíritu humano, y a este respecto los teólogos no deberían apartarse "clerical" y orgullosamente. Conste, a pesar de todo, que la libertad aquella de la vida cristiana no procede del espíritu humano. No hay capacidad, ni posibilidades, ni esfuerzos humanos que valgan para lograr esa libertad.

Si sucede que el hombre recibe aquella libertad, y que llega a ser uno que escucha, un responsable, un agradecido, uno que espera, esto no sucede gracias a la acción del espíritu humano, sino únicamente a causa de la acción del Espíritu Santo. Se trata aquí de un nuevo nacimiento, se trata del Espíritu Santo.
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Friedrich Schleiermacher nació en Breslau, Silesia (hoy Polonia). Hijo de un clérigo calvinista. Es posiblemente uno de los teólogos alemanes del siglo XIX de mayor importancia. Proviene de la tradición reformada. Se educó en escuelas moravas y luteranas.
Apreciaba la piedad y el estudio del latín, griego y hebreo de los moravos. Pero se separó de estos ante su resistencia a entrar en diálogo con la filosofía de su tiempo.
Estudió la filosofía kantiana y fue discípulo de Friedrich von Schlegel, un líder del romanticismo en los círculos literarios de Berlín.
Fue ordenado al ministerio en 1794. Fue clérigo en Berlín donde comenzó su asociación con los círculos de la filosofía romántica.
Primer calvinista invitado a enseñar en la Universidad luterana de Halle en 1804.
En 1810 fue el primer teólogo invitado a enseñar en la Universidad de Berlín. Era un ecumenista consumado. Abogó por la unión de las iglesias calvinistas y luteranas en Prusia
SOLI DEO GLORIA
 
REV. RUBEN DARIO DAZA B.
 


viernes, 21 de septiembre de 2012

JESUCRISTO COMO JUEZ Y SEÑOR






Capítulo XX


EL FUTURO DE JESUCRISTO JUEZ


El recuerdo que guarda la Iglesia es también su espera, y su mensaje para el mundo es también la esperanza del mundo. Porque Jesucristo, de cuya palabra y obra provienen la Iglesia, a sabiendas, y el mundo, sin saberlo, es el mismo que está viniendo al encuentro de la Iglesia y el mundo, como meta del tiempo que marcha hacia su fin; Jesucristo viene para hacer visible definitivamente y para todos la decisión que en él tuvo lugar: la gracia y el Reino de Dios; como medida con que están medidas la humanidad en general y cada existencia humana en particular.


"¡...de donde ha de venir para juzgar a los vivos y a los muertos!" A los numerosos pretéritos perfectos y al presente gramatical sigue ahora el futuro: el vendrá. El segundo artículo del Credo podría resumirse en su totalidad en estas tres determinantes: el que ha venido, el que está sentado a la Diestra del Padre, y el que vendrá. Permítame anteponer algo acerca del concepto cristiano del tiempo. A nadie se le oculta que aquí queda iluminado de un modo especial lo que en puro y buen sentido significa verdadero tiempo: el tiempo a la luz del tiempo divino, de la eternidad.

El que Jesucristo haya venido (siempre perfecto gramatical) correspondería a lo que llamamos el pasado. Pero es inapropiado decir de lo sucedido en Cristo, que pertenece al pasado. Lo que él padeció e hizo no es, precisamente, cosa pasada, al pasado pertenece, más bien, lo viejo, lo antiguo: el mundo del hombre, del pecado y de la muerte. El pecado ha sido borrado y la muerte vencida. El pecado y la muerte fueron; y toda la Historia Universal, incluso la que ha seguido después de Cristo hasta nuestros días, ya fue. Todo esto ha pasado en Cristo y lo único que cabe hacer es recordarlo.

Mas Jesucristo que padeció y resucitó de la muerte, está sentado junto al Padre. Esto es la actualidad. En tanto él está presente igual que lo está Dios, puede decirse ya, que retornará como aquel que fue. Aquel que es hoy como fue ayer; será también mañana el mismo: “¡Jesucristo ayer y hoy y el mismo por toda eternidad!". Siendo Jesucristo ahora lo que fue, es también, sin duda, el principio de otro tiempo nuevo y distinto del que conocemos, un tiempo en el que no hay nada perecedero, pero verdadero tiempo con su ayer, hoy y mañana. Sin embargo, el ayer de Jesucristo es también su hoy y su mañana. No es la atemporalidad, no es eternidad vacía lo que pasa a ocupar el lugar del tiempo de Cristo.
 
Su tiempo no ha concluido, sino que continúa en el movimiento del ayer al hoy, adentrándose en el mañana; su tiempo no tiene el terrible carácter huidizo de nuestro presente. Jesucristo sentado a la diestra del Padre no significa que ese estar suyo junto a Dios, ese estar sentado como dueño y representante de la gracia y poder divinos frente a nosotros, los hombres, tenga nada que ver con lo que neciamente solemos figurarnos la eternidad: un estar sin tiempo. Si el Ser (estar) de Jesucristo a la diestra de Dios Padre es verdadero Ser y, a fuerza de tal, la medida de todo Ser, entonces también será Ser en el tiempo, si bien en otro tiempo que el que nosotros conocemos.
 
Si la soberanía y gobierno de Cristo sentado a la diestra de Dios Padre constituye el sentido de lo que tenemos a la vista como Ser de la historia de nuestro mundo y nuestra vida, entonces no será ese Ser de Jesucristo un Ser atemporal y la eternidad tampoco será eternidad atemporal. Temporal es la muerte, y atemporal es la nada. Y los hombres también somos atemporales si vivimos sin Dios y sin Cristo. En este caso no tenemos tiempo ninguno. Pero Cristo ha vencido esa atemporalidad. Cristo tiene tiempo, la plenitud del tiempo. Está sentado a la diestra de Dios como el que vino, obró y padeció y triunfó de la muerte. Su estar sentado a la diestra de Dios no es algo así como el extracto de esta historia, sino lo eterno en esta historia de Cristo en el mundo.
 
Correspondiente al Ser eterno de Cristo, es también su devenir. Lo que fue, viene; lo que sucedió, sucederá. Cristo es alfa y omega, el centro del tiempo real, el tiempo de Dios, que no es tiempo sin valor y pasajero. Tampoco es presente, como nosotros lo conocemos; presente en el que cada "ahora" sólo es el salto del nada-más a un todavía-no. ¿Podría ser el presente ese revolotear a la sombra del hades? En la vida de Cristo nos encontramos con otra actualidad que es su propio pasado, es decir, no se trata de una temporalidad, que conduce a la nada. Y al decir que Jesucristo ha de volver, este retorno suyo no es ninguna meta situada en lo infinito. Lo "infinito" es cosa desconsoladora, no es un predicado divino, sino un predicado propio de la creación caída. Ese final sin fin es terrible, es una imagen de la perdición en que el hombre se halla. La situación del hombre es el precipitarse en lo que no tiene objeto ni final. Este ideal de lo infinito nada tiene que ver con Dios. Antes bien, al tiempo le ha sido impuesto un límite. Jesucristo es y trae el tiempo real. Pero el tiempo Dios, al tener un principio y un punto medio, tiene también una meta. El hombre se encuentra rodeado y sostenido por todos los lados, y a esto se lo llama vida. La existencia humana se manifiesta así en el segundo artículo: Jesucristo con su pasado, presente y futuro.

Al mirar retrospectivamente la Iglesia cristiana a lo sucedido en Cristo, a su primera parousía, a su vida, su muerte y su resurrección; al vivir la Iglesia en dicho recuerdo, no se trata de un mero recuerdo ni es eso que denominamos Historia. Lo que sucedió una vez para siempre, posee, más bien, la fuerza del presente divino: Lo que sucedió, sigue sucediendo y, como tal, volverá a suceder. La Iglesia cristiana con su testimonio de Jesucristo va al encuentro del mismo lugar de donde procede; su recuerdo es también su esperanza. Al presentarse la Iglesia al mundo, su mensaje posee siempre a primera vista, el carácter de un relato histórico; la Iglesia hablará de Jesús de Nazaret, que padeció bajo Poncio Pilatos, después de haber nacido bajo el César Augusto. Mas, ¡ay, si el mensaje cristiano al mundo queda reducido al anuncio de tal suceso! En este caso resultaría inevitable que el contenido y objeto del relato sea un hombre, un hombre que vivió una vez o una figura legendaria, objeto de recuerdo semejante en diversos pueblos, o uno de tantos fundadores de religiones. Y de este modo, ¡cómo resultaría el mundo engañado acerca de lo que fue y es la verdad, acerca, pues de la Buena Nueva: "Cristo ha venido para reconciliarnos! ¡Alegría, cristiandad! Y como dice este himno de Navidad, que las Iglesias Evangélicas de habla castellana conocen por "¡Oh, santísimo, felicísimo, grato tiempo de Navidad...! Este tiempo perfecto: "Cristo ha venido" ha de ser anunciado en su actualidad al mundo, como esperanza del mundo y como aquello hacia lo que también la Historia Universal se dirige en su rumbo. Por otra parte, podría ser también que se entienda la fe cristiana como un esperar y como esperanza, pero ese esperar quizá sea de carácter vacío y general: Se esperan, acaso, tiempos mejores, circunstancias más favorables en la "aquendidad" o en forma de otra vida en el llamado "El más allá" o la allendidad. ¡Es tan fácil que la esperanza cristiana se diluya en el esperar indeterminado de cualquier ensoñada gloria!... Y es que se olvida, lo cual únicamente será posible si superamos al mundo en seguridad y confianza. Porque es el caso que el mundo procede de Jesucristo sin saberlo, pero la Iglesia sabe que tiene su origen en Cristo y su obra. Lo objetivo es que Jesucristo ha venido, ha pronunciado su palabra y realizado su obra.

Esto es una realidad, independiente de que los hombres lo creamos o no, y vale para todos, para los cristianos como también para quienes no lo son. Cristo ha venido: de este hecho procedemos nosotros y teniéndolo en cuenta hemos de considerar el mundo. Es natural que el mundo sea "mundano"; pero es el mundo en medio del cual Jesucristo fue crucificado y resucitó. También la Iglesia procede de ahí y su situación, a este respecto, no difiere de la del mundo. La diferencia consiste en que la Iglesia es el lugar donde esto se sabe, y esa diferencia entre la Iglesia y el mundo es enorme.
 
Los cristianos tenemos el privilegio de saber y de ver con los ojos abiertos la luz que resplandece: la luz de la parousía. Y esto es obra especial de la gracia, obra de la que cada mañana debemos y podemos gozarnos. Ciertamente, trátase de una gracia inmerecida, pues los cristianos no son mejores que los "hijos del mundo". Aquí se trata únicamente de que los cristianos muestren a los otros que no saben algo de lo que ellos saben; se trata de que la pequeña luz que han recibido resplandezca en el mundo. La Iglesia y el mundo tienen ante sí a Aquel del cual ambos proceden. Y el milagro para ambos consiste en que este objeto y fin de la esperanza no se halla en ningún lugar indeterminado, de modo que nos viésemos obligados a abrirnos paso trabajosamente hasta allí, sino que en el Credo se dice: venturus est! Nosotros no tenemos que ir, sino que El viene. ¿Adonde podría conducirnos nuestro correr y peregrinar por mucho que quisiéramos o aunque hubiéramos de hacerlo? ¿Iba a ser, acaso, un camino la Historia universal con su gran animación, sus guerras y armisticios o la Historia de la cultura con sus ilusiones e improbabilidades? ¡Es para sonreírse! Pero cuando El venga, El, el actuante, todo cuanto se muestra tan pobre en nuestro "progresismo" aparecerá de otra manera. La terrible necedad y debilidad de la Iglesia y del mundo caerán bajo la luz de Cristo: "Cristo ha nacido". Vuelve a ser Adviento. El retorno de Cristo es la vuelta de Aquel que fue. No ha de servir esto de disculpa que el contenido y objeto propio de la espera cristiana es: El que viene. El que es, El que fue. Nosotros vamos al encuentro de Aquel del cual venimos.

El mensaje de la Iglesia ha de ser en sustancia esto también en las relaciones de la Iglesia con el mundo. El mensaje no se refiere al vacío si pretende despertar en el hombre el valor y la esperanza, sino que despertará ambos poniendo la mirada en aquello que sucedió. El "¡consumado está!" tiene pleno valor. El tiempo perfecto gramatical cristiano no es un imperfecto, antes bien; el perfecto bien entendido tiene la fuerza del futuro. "En tu mano están mis tiempos". Así es como se peregrina, a semejanza de Elías, fortalecido por ese alimento cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, que se llama Horeb. Todavía es peregrinación, aun no es la meta; ¡pero es una peregrinación que parte de la meta! Así es como los cristianos tendríamos que hablar a los no cristianos; en vez de hallarnos entre ellos como aves plañideras, hemos de movernos con la seguridad de nuestra meta, seguridad que supera a todas las demás. Sin embargo, ¡cuántas veces nos sentimos avergonzados junto a los "hijos de este mundo" y cómo nos vemos obligados a comprender que nuestro mensaje no les baste! Todo el que sepa eso de "en tus manos están mis tiempos" no mirará con orgullo a los hombres "del mundo" que siguen su camino con una esperanza determinada, que muchas veces nos avergüenza, sino que los comprenderá aún mejor de lo que ellos se comprenden a sí mismos. En la esperanza de ellos habrá un símil, una señal de que el mundo no se encuentra abandonado, sino que tiene un principio y una meta. Los cristianos hemos de colocar dentro de ese pensar y esperar seculares el alfa y la omega verdaderas. Aquí tenemos imágenes, pero imágenes de postreras realidades que, en todo caso, indican: Esto ya no sucede ocultamente, sino simplemente como cosa manifiesta. Y nadie se llamará a engaño en vista de que ello será patente realidad. Así vendrá Cristo. ¡Desgarrando los cielos se presentará ante nosotros como Aquel que está "sentado a la diestra del Padre"! Viene poseyendo y ejercitando la omnipotencia divina; viene como Aquel en cuyas manos está determinada nuestra existencia entera. A él le estamos esperando; y él viene y se manifestará como Aquel al cual ya conocemos ahora. Todo ha tenido ya lugar; únicamente se trata ahora de que el velo sea levantado para que todos puedan verlo. Él lo ha consumado ya y él tiene el poder de revelarlo. En sus manos está el tiempo real, y no aquel tiempo sin fin en el cual jamás se tiene tiempo.

Ahora ya puede estar ahí esa plenitud, para la locura de los gentiles ni la debilidad de la Iglesia, pero lo uno y lo otro se adentra en el resplandor de la Resurrección: "Al mundo perdido, Cristo le ha nacido". Mas no sólo ha intercedido Cristo por nosotros, sino que volverá a interceder. Así es cómo la existencia humana y cristiana es sostenida por su principio y por su final. Cristo no se avergonzó, ni se avergonzará de ser nuestro hermano...."de donde vendrá..." El contenido de ese "de donde" es ante todo, que el saldrá de lo oculto, donde Él todavía se halla para nosotros, donde él es anunciado y creído por la Iglesia y donde él sólo está presente para nosotros en su palabra. El Nuevo Testamento manifiesta acerca de esa futura venida de Cristo: "Vendrá en las nubes con gran potencia y gloria" y "como el rayo que sale del este hacia el oeste, así será la parousía del Hijo del Hombre"

Nuestro porvenir consiste en que se nos señala que lo habido en nuestra existencia y en nuestra pésima Historia Universal y (¡oh, maravilla!) en la Historia - todavía peor – de la Iglesia; todo ello fue justo y bueno. Nosotros no lo vemos. Lo que se lee en algunos historiadores sobre “La História de la Iglesia” no es bueno y tampoco es bueno lo que se lee en la prensa diaria. Y sin embargo, alguna vez se pondrá de manifiesto que todo ello era bueno porque Cristo estaba en medio de todos los acontecimientos. El gobierna sentado a la diestra del Padre. Esto saldrá a la luz y entonces serán “borradas todas las lágrimas”. He aquí el milagro a cuyo encuentro tenemos el privilegio de dirigirnos y que nos será mostrado en Jesucristo como cosa que ya es, cuando él venga en su gloria, como un relámpago que brilla desde el Este hasta el Oeste.

“…..para juzgar a los vivos y a los muertos”. Para entender esto debidamente conviene, seguramente, no pensar en seguida en ciertas imágenes relativas al Juicio Final y esforzarse en lo posible para dejarlas a un lado así como también lo que ellas describen. Así, la pluralidad de visiones que del Juicio Final han representado los grandes pintores (Miguel Ángel en la capilla Sixtina, por ejemplo): Cristo se presenta con los puños apretados separando a los hombres a derechas e izquierdas; y la mirada queda fija en los condenados. Los pintores han imaginado, en parte, con voluptuosidad cómo se hunden los condenados en el lago ardiente infernal. Decididamente, no se trata de eso. El Catecismo de Heidelberg pregunta en la pregunta Nº 52: “¿Cómo te consuela el retorno de Cristo para juzgar a los vivos y a los muertos?" Respuesta: "Que yo, en toda tribulación y persecución espero con la cabeza alta venga de los cielos el juez que, primero, se sometió en mi lugar al juicio de Dios y quitó de mí toda maldición..." Aquí se habla, pues, en tono diferente: la venida de Cristo para juzgar a los vivos y a los muertos es un mensaje de gozo. El cristiano, la Iglesia, puede y debe mirar hacia ese porvenir "Con la cabeza levantada" porque ese que viene es el mismo que antes se ofreció sometiéndose al juicio de Dios. Y nosotros estamos esperando su retorno, ¡Oh, si Miguel Ángel y los demás artistas hubieran tenido el privilegio de oír y ver esto!


 

En el Nuevo Testamento se llama repetidas veces a la segunda venida de Jesucristo como juez, esto es, a su manifestación definitiva y general, la revelación. Él se revelará, no sólo a la Iglesia, sino a todos, como el que es. Quiere decir esto que ahora ya es él el juez sin que haya de esperar serlo en su retorno; cuando este teñirá lugar, se manifestará que no se trata de nuestro Sí o No, ni de nuestro creer o no creer. Entonces saldrá a la luz con toda claridad y públicamente el "¡consumado está!" Esto es lo que está esperando, a sabiendas, la Iglesia y esto es también lo que espera el mundo sin saberlo. Todos los hombres vamos al encuentro de la revelación de eso que ya es. Todavía no parece que la gracia y justicia divinas sean realmente la medida con que se mide a la humanidad entera y al individuo en particular; todavía se duda y se teme que dicha medida no tenga verdaderamente tal valor; todavía hay lugar para la justicia por las obras y la jactancia de los piadosos y los impíos; todavía parece que todo es y será de otra manera. La Iglesia predica a Cristo y anuncia la decisión que en él y por él ha sido ya tomada. Pero la Iglesia también vive aún en este tiempo que marcha hacia su fin, y también ella, ostenta todas las señales de una gran fragilidad. ¿Qué traerá el futuro? No un nuevo cambio histórico, por cierto, sino la revelación de lo que ya es. El futuro es verdadero futuro, pero este futuro es el de aquello de lo que la Iglesia recuerda, aquello que sucedió de una vez para siempre. El alfa y la omega son lo mismo. El retorno de Jesucristo dará la razón a Goethe, que dice: "De Dios es el Oriente, de Dios el Occidente, tierras del Norte y del Sur reposan en sus manos".

En el mundo de las ideas bíblicas el juez no es, en primer lugar, alguien que recompensa a éstos y castiga a aquéllos; sino el varón que vela por el buen orden y restablece lo destruido. Por nuestra parte, podemos ir incondicionalmente confiados al encuentro de ese juez, de ese restablecimiento o, mejor, de la revelación de ese restablecimiento, porque Él es el juez, y podemos hacerlo incondicionalmente confiados porque, ciertamente, provenimos de su revelación. El presente en general parece tan poca cosa y no acaba de satisfacernos, y lo mismo nos sucede con el presente de la Iglesia y la cristiandad. Alas la cristiandad puede y debe, precisamente, ser llamada una y otra vez para que vuelva n su principio o sea, al mismo tiempo, al encuentro del futuro de Jesucristo, que es el futuro radiante y glorioso de Dios mismo, el Cual es el mismo ayer y hoy y, por consiguiente, también mañana. Nada se resta a la seriedad de la idea del Juicio, pues en él se revelará que la gracia y justicia de Dios son la medida con que se mide la humanidad entera y todo hombre en particular. Veturus indicare: Dios sabe todo lo que es y sucede. Con razón, nos quedamos sobrecogidos, v en tanto es así no pueden ser consideradas vacías y vanas aquellas visiones artísticas del Juicio Final antes mencionadas. Todo lo que no proceda de la gracia y justicia divinas, no puede subsistir. Posiblemente, irá a parar a las más profundas tinieblas muchísimo de lo que consideramos "grandeza" humana y cristiana. Porque la existencia de un No divino así está determinada, sin duda, en ese indicare. Tan pronto como concedemos esto, estamos obligados a volver a la verdad que dice: el Juez que pone a los unos a la derecha y a los otros a la izquierda no es otro que aquel que por mi causa y en lugar mío se ofreció al juicio de Dios y me libró de toda maldición; es Aquel que murió en la cruz y resucitó al tercer día de entre los muertos, y el temor de Dios en Jesucristo no puede ser otro que el que se halla en el gozo y la confianza que interroga en el Catecismo de Heidelberg: "¿Cómo te consuela y anima el retorno de Cristo?" Esto no conduce a ninguna apocatástasis * porque existe una decisión sobre los hombres y una separación entre ellos, pero ambas existen sobre Aquel que ocupó va nuestro lugar. ¿Podría haber hoy ya más radical separación y más imperativo llamamiento que, precisamente, el mensaje anunciando a dicho juez?




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*Apocatástasis: restablecimiento de todas las cosas, que incluye tácitamente el perdón general a todos los hombres que se adhieren al proyecto de Dios y se tornan hijos amados en Cristo Jesus.
** La “aquendidad” es aquello que se ve, se toca, se muestra.Es todo lo que constituye la parte visible y demostrable de la vida cristiana de la iglesia, y se expresa en el acto del compartir el pan, en adorar, en lo que está del lado de acá sometido a la percepción y demostración inmediata, aquello de la vida del creyente y de la iglesia que se capta, que se ve; mientras la “allendidad” es lo que forma parte del Evangelio que no puede demostrarse de inmediato: la presencia constante del espíritu de Dios en nosotros, el perdón de los pecados, la esurrección de los cuerpos, que constituyen la esperanza cristiana. Hay milagros que se hacen con las manos, y otros que están en los gestos, en las palabras, en las miradas, en la mística de todos los días cuando oramos y sabemos que Dios está en nosotros y en el resto de las cosas sencillas del mundo.


SOLI DEO GLORIA

REV. RUBEN DARIO DAZA
 

martes, 18 de septiembre de 2012

LA ASCENCIÓN DE JESUCRISTO




Capítulo XIX

SUBIÓ A LOS CIELOS, ESTÁ SENTADO A LA DIESTRA

DE DIOS PADRE, TODOPODEROSO



El objeto de la obra definitiva de Jesucristo es la fundación de su Iglesia mediante el conocimiento confiado a los testigos de su resurrección, según cuyo conocimiento la omnipotencia y la gracia de Dios, manifestada y operante en Jesucristo, son una y la misma cosa. Y de este modo el final de esa obra es, a la vez, el principio de los tiempos postreros, esto es, del tiempo en el que la Iglesia debe anunciar al mundo entero la omnipotencia misericordiosa y la gracia omnipotente de Dios en Jesús.

El rumbo adoptado por el Credo ya nos muestra por fuera que nos vamos acercando a una meta, a la meta de la obra de Jesucristo, en tanto ha sido realizada con carácter definitivo. Todavía falta un trecho de camino, falta lo futuro, que ha de mostrarse al final del Credo: "De donde vendrá..." El final de los tiempos, el "día de Dios y su justicia" para lo acaecido con carácter definitivo, lo tenemos ahora completo a la vista en una serie de pretéritos perfectos: engendrado, concebido, nació, padeció, crucificado, muerto, sepultado, ascendió, resucitó..., y, de repente, en tiempo presente: "Está sentado a la diestra de Dios..." Es como si después de haber escalado la montaña, hubiésemos alcanzado su cima. El tiempo presente es completado por un último perfecto (subió a los cielos...) que, a su vez, completa el que "resucitó de entre los muertos".
 
Antes que Él fuera a la cruz, Jesús había orado a Su Padre, diciendo: "Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame...con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese" (Juan 17:4-5).
 
El Padre respondió a esa oración de la forma más maravillosa. Él ha glorificado a Su Hijo al darle el lugar más exaltado en el cielo. El Hombre, Jesucristo, está ahora sentado a la diestra del Padre. La Biblia dice: "…resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales" (Efesios 1:20).

 
 
Con la expresión "está sentado a la diestra de Dios Padre" entramos, evidentemente, en un tiempo nuevo, que es el nuestro actual, el tiempo de la Iglesia, el tiempo postrero, la nueva administración de la "Gracia", abierto y fundado por la obra de Cristo. El relato de este suceso constituye en el Nuevo Testamento la conclusión de los relatos de la resurrección de Jesucristo. Casi correspondiendo al milagro de Navidad, es una línea relativamente estrecha la que en el Nuevo Testamento habla de la ascensión de Cristo. En algunos lugares únicamente se menciona la Resurrección y luego, directamente, es colocado en el lugar a la diestra del Padre. También en el Evangelio se menciona la Ascensión con relativa parquedad. Se trata de ese paso, de la vuelta del tiempo de la revelación hacia nuestro tiempo.

¡Qué quiere decir la Ascensión a los cielos? Luego de haber hecho constar nosotros al principio lo que significan cielo y tierra, la Ascensión también significará en todo caso que Jesús abandona el espacio terrenal, el espacio, pues, que nos es comprensible y al cual él vino por causa nuestra. Jesús no pertenece ya a este espacio como pertenecemos nosotros, lo cual no significa que le sea extraño o que ese espacio no sea también suyo. Al contrario: por estar él por encima de ese espacio llena y se le hace presente; pero, naturalmente, ya no al modo en que tuviera lugar durante el tiempo de su revelación y de su obra terrenal.
 
La Ascensión no quiere decir, por ejemplo, que Cristo haya pasado a aquel otro terreno del mundo creado, al terreno de lo incomprensible. "A la diestra del Padre" no se refiere sólo al paso de lo comprensible a lo incomprensible del mundo creado. Jesús se aleja en dirección al misterio para los hombres oculto del espacio divino. El cielo no es el lugar de la estancia de Jesús, sino que él está junto a Dios. El Crucificado y Resucitado se encuentra allí donde está Dios. La meta de su obra en la tierra y en la historia es dirigirse hacia allá. En la Encarnación y en la crucifixión se trata de la humillación de Dios; pero en la Resurrección de Jesucristo se trata de la exaltación del hombre. Como portador de la humanidad y representante nuestro, Cristo está ahora donde está Dios y es como Dios. En él ha sido elevada a Dios nuestra carne y nuestra humana manera de ser. ¡Nosotros arriba, juntamente con él! ¡Nosotros con Dios, juntamente con él! He aquí el final de su obra.
 
Desde este punto de vista hemos de mirar atrás y adelante. Si entendemos bien el testimonio del Nuevo Testamento acerca de ese final de la vida y obra de Jesucristo, veremos que se caracteriza por dos cosas:
 
1° Ese final irradia una luz que vieron sus apóstoles. A los testigos de la Resurrección les es confiado, a lo último, un conocimiento. En el Evangelio según Mateo figuran las palabras de Cristo: "A mí me ha sido dada toda potestad en los cielos y en la tierra" (28:18). Posee un alto sentido y es, además, necesario, relacionar estas palabras con el "estar sentado a la diestra de Dios Padre, Todopoderoso". Aquí se presenta aunado el concepto de la potestad. Efesios 4:10, manifiesta el mismo conocimiento: "Ha ascendido a los cielos para que todo lo llene...", lo llene con su voluntad y su palabra. Ahora está en las alturas, ahora es el Señor, revelado como tal.
 
Con respecto a esto, volvemos a tocar cosas ya indicadas al explicar el primer artículo de fe. Si pretendemos hablar debidamente de Dios, todopoderoso, que está sobre todas las cosas, se exige también de nosotros que entendamos por omnipotencia de Dios únicamente y con todo rigor la realidad de que habla el segundo artículo de la fe. El conocimiento que recibieron los apóstoles en virtud de la resurrección de Cristo y cuyo final lo constituye la ascensión, es en esencia el conocimiento básico de que la reconciliación realizada en Jesucristo no es una historia cualquiera, sino que en esa obra de la gracia de Dios nos encontramos con la obra de la omnipotencia de Dios; de modo que aquí se presenta lo postrero y sublime, después de lo cual no existe ninguna otra realidad.
 
No es posible rebasar el suceso de que hablan el segundo y tercer artículos de la fe: Cristo es aquel que posee toda potestad, y si creemos es con él con quien tenemos que ver. Y viceversa: la omnipotencia de Dios se revela y confirma por completo en la gracia de la reconciliación de Jesucristo. La gracia de Dios y la potestad de Dios son idénticas. Jamás debemos pretender entender lo uno o lo otro. Nos hallamos aquí nuevamente con la revelación del misterio de la encarnación: Ese hombre es el Hijo de Dios y el Hijo de Dios es ese hombre. Frente a nosotros, Jesucristo ocupa en última realidad ese lugar y desempeña esa función. En relación con Dios, Cristo es aquel al cual le ha sido confiada, simplemente, la potestad de Dios, como si fuera un gobernador, un primer ministro al cual su rey traspasa toda su potestad. Jesucristo habla como Dios y actúa como Dios, y viceversa: si queremos conocer la palabra y la actuación de Dios, basta con que miremos a ese hombre. Esta identidad de Dios y del hombre en Jesucristo es el conocimiento, la revelación del conocimiento con el cual la obra definitiva de Jesucristo -ha llegado a su punto final.

"Está sentado a la diestra de Dios Padre": Ha sido alcanzada la cima, los pretéritos perfectos han quedado atrás y entramos en el terreno de lo actual.

De este tiempo nuestro en que vivimos ha de decirse esto. Y esto es lo primero y lo último que vale nuestro ser en el tiempo. Nuestro ser se fundamenta en el Ser de Jesucristo, que está sentado a la diestra de Dios Padre. Todo cuanto pueda suceder, sea triunfo, sea fracaso, en el espacio en que vivimos; todo cuanto se forme o perezca; siempre existirá una constante, algo duradero, algo que se sobrepondrá a todo: el hecho de que Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre. Y no hay cambio histórico posible capaz de alterar ese hecho. En esto consiste el misterio de todo cuanto denominamos Historia Universal, Historia de la Iglesia, Historia de la Cultura. El hecho aquel es el fundamento de todo.

Significa esto, en primer lugar y muy simplemente lo que al final del Evangelio según Mateo se expresa con el llamado mandato misionero: "Id por todo el mundo y haced de todos los pueblos discípulos, bautizándolos y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he ordenado". Por lo tanto el conocimiento aquel de que "La omnipotencia de Dios es la gracia de Dios", no es un conocimiento que esté de más. Asimismo, la conclusión del tiempo de la revelación no es el final de un espectáculo donde cae el telón y los espectadores pueden marcharse a su casa, sino que acaba con un llamamiento, con una orden.
 
La historia de la salvación se convierte en una parte de la historia del mundo. Ello corresponde a lo que ahora ven los Apóstoles, o sea, el hecho de que también aquí, en la tierra, hay, como historia humana, como actuación de los discípulos, un lugar terrenal que corresponde a aquel otro lugar celestial; hay un ser y actuar de los testigos de su Resurrección. La ida de Jesucristo al Padre trae consigo la fundación de algo nuevo en la tierra. La despedida de Cristo no significa solamente un final, sino también un comienzo, aunque, desde luego, no un comienzo como continuación de su venida. No debería decirse que la obra de Jesucristo continúa simplemente en la vida de los cristianos y de la existencia de la Iglesia. La vida de los santos no es una prolongación de la revelación de Cristo en la tierra. Esto sería contradecir al "consumado está". Lo sucedido en Jesucristo no necesita ninguna continuación. Sin embargo, ha de decirse que aquello que sucedió de una vez para siempre tiene su correspondencia, su re-flejo en lo que ahora sucede en la tierra; pero no es ninguna repetición, aunque sí una comparación a modo de parábola. Esta comparación, ese reflejo del Ser de Jesucristo como cabeza de su propio cuerpo, ese misterio, es todo lo que llamamos vida cristiana creyente en Cristo, y es también, lo que llamamos Iglesia. Cristo, yendo al Padre, pone el fundamento de su Iglesia en tanto se da a conocer a sus Apóstoles, y este conocimiento como tal significa el llamamiento y la orden: "¡Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a toda criatura!" ¡Cristo es el Señor! Esto es lo que toda criatura y todos los pueblos deben saber. La conclusión de la obra de Cristo no es una ocasión ofrecida a los apóstoles para no trabajar, sino que en virtud de dicha conclusión son elevados al mundo. Se hace imposible descansar; lo único posible es andar y correr; comienza la Misión', el cometido de la Iglesia en el mundo y para el mundo.
El tiempo que ahora se inicia, el tiempo de la Iglesia, es, a la vez, tiempo postrero; el último tiempo, el tiempo en que la existencia ha de alcanzar la meta o el sentido de la existencia del mundo creado. Al referirnos a la cruz y la resurrección de Cristo, dijimos: la batalla está ganada, el reloj ha agotado sus horas, pero Dios todavía tiene paciencia, Dios todavía espera. Durante este tiempo de su paciencia ha puesto su Iglesia en medio del mundo; y el sentido de este tiempo postrero es que se llene con el mensaje del Evangelio y que el mundo obtenga el ofrecimiento de poder oír dicho mensaje. A ese tiempo iniciado con la Ascensión podría llamársele el "tiempo de la Palabra" o, acaso, también, el tiempo del desamparo y en cierto modo, de la soledad de la Iglesia en la tierra. Es el tiempo en que la Iglesia está unida con Cristo solamente en la fe y mediante el Espíritu Santo; tiempo intermedio entre la existencia terrenal irrepetible de Cristo y su retorno glorioso; tiempo de la gran ocasión, del cometido, de la Iglesia frente al mundo, tiempo de la Misión.
 
Es, como ya dijimos, el tiempo de la paciencia de Dios, en el que El espera a la Iglesia, y con ésta espera al mundo. Porque lo sucedido definitivamente en Jesucristo, como cumplimiento del tiempo, debe, por lo visto, alcanzar su perfección con la participación del hombre, con la alabanza de Dios que sus labios pronuncian, con los oídos que han de escuchar la Palabra, con los pies y las manos, mediante los que el hombre, los hombres, han de llegar a ser mensajeros del Evangelio. El que Dios y el hombre se hayan hecho una sola cosa en Jesucristo ha de mostrarse, primero, en que existen en la tierra hombres de Dios con el privilegio de ser testigos de Él. El tiempo de la Iglesia, el tiempo que toca a su fin, tiempo postrero, tiene su importancia y grandeza no en que sea el "último tiempo", sino en que todavía da lugar a oír y entender el mensaje, y es que es el tiempo que se relaciona con Jesucristo según la palabra: "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo" (Apo 3:20). Cristo está en la más inmediata cercanía; quiere entrar, pues se halla muy próximo, aunque todavía afuera, todavía ante la puerta; y nosotros podemos oírle desde adentro y esperar a que entre.

Aquel orden doble de la providencia divina se encuentra en ese tiempo intermedio, postrero, tiempo de espera y de la paciencia divina. Ahí están también, por consiguiente, las relaciones internas entre la Iglesia y el Estado, entre el campo espiritual, interior y el exterior en su propia contradicción y, sin embargo, también en su dependencia. Ni la Iglesia ni el Estado constituyen el último orden (quiere decir, superior) ni tampoco la última palabra, pero, bien entendido, son el buen orden, que corresponde a la gracia divina, orientado hacia la meta. La Ascensión es el principio de este tiempo nuestro.
 
 
SOLI DEO GLORIA
 
REV. RUBEN DARIO DAZA


lunes, 17 de septiembre de 2012

JESUCRISTO RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS



Para Pablo, Jesucristo es una persona viviente y el protagonista del evento decisivo en la historia del mundo. El punto clave de la cristología paulina es “Aquel que fue crucificado y que manifestó así el inmenso amor de Dios por el ser humano, ha resucitado y vive en medio de nosotros”.



Capítulo XVIII


RESUCITÓ AL TERCER DÍA DE ENTRE LOS MUERTOS


En la resurrección de Jesucristo, el hombre es redimido y destinado de una vez y para siempre encontrar su justicia en Dios contra todos sus enemigos; y liberado de esta manera, vive una nueva vida, en la cual ya no tiene delante de sí el pecado, y por consiguiente la maldición, ni la muerte ni el sepulcro ni el infierno, sino que todo esto ya lo ha dejado detrás de sí.

 
El mensaje de Resurrección es: "Resucitó al tercer día de entre los muertos"; y significa que Dios no se humilló en vano en su Hijo; antes bien, obrando así, lo hizo también para su propia gloria y para confirmación de su gloria. Al triunfar su misericordia, justamente, en su humillación, se realiza la exaltación de Jesucristo. Si antes dijimos que en la humillación se trataba del Hijo de Dios y por lo tanto de Dios mismo, ahora hemos de subrayar que se trata de la exaltación del hombre. El hombre es glorificado en Jesucristo y destinado a una vida para la cual Dios le ha hecho libre en la muerte de Jesucristo. Dios ha abandonado, por así decirlo, el espacio de su gloria y el hombre puede ahora pasar a ocuparlo. Este es el anuncio de Resurrección, el fin y objeto de la reconciliación, la redención del hombre. Es la meta que ya se hacía visible el Viernes Santo. En tanto Dios intercede por el hombre (los escritores del Nuevo Testamento no han temido emplear el término de "pagado") éste es un rescatado.
 
La palabra griega Apolytrosis es vocablo forense para designar el rescate de un esclavo. He aquí la meta: el hombre es puesto en una nueva situación jurídica; ya no pertenece a Aquel que tenía derecho sobre él, no pertenece al terreno de la maldición, y la ley de la muerte y el infierno, sino que ha sido trasladado al "Reino de su amado Hijo". Significa esto que legalmente no le son ya reconocidos su estado, su constitución, su estatus jurídico como pecador. Dios no considera ya al hombre en serio como pecador. Sea el hombre lo que quiera, dígase de él lo que se diga, repróchese él mismo lo que fuere, Dios ya no lo toma en serio como pecador.
 
El hombre en Cristo ha muerto al pecado... allá, en la cruz del Gólgota. Para el pecado, el hombre ya no sufre las consecuencias tan terribles de la ley del pecado y la muerte. Y es que Dios lo ha reconocido y señalado como justo, como uno que agrada a Dios. El hombre tal como se halla en el mundo, no deja de tener su existencia en el pecado y por consiguiente en su culpa, pero esa existencia se halla detrás de él. El cambio ha sido realizado definitivamente. No es que se trate de que podamos decir: Yo me he cambiado definitivamente, yo he hecho la experiencia... No; ese "una vez para siempre", ese "de-finitivamente" es el de Jesucristo. Sólo que si creemos en Cristo, ello tiene validez también para nosotros. En Jesucristo, muerto por el hombre, y conforme a su resurrección, el hombre es el Hijo amado de Dios que puede vivir del agrado de Dios y para agrado de Dios, por consiguiente no somos más criaturas de Dios sino hijos de Dios, adoptados por la intervención poderosa de nuestro Padre Celestial en Jesucristo.
 
La filiación divina
3:1 ¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios,
y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce,
es porque no lo ha reconocido a él.
3:2 Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios,
y lo que seremos no se ha manifestado todavía.
Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque lo veremos tal cual es.
La conducta de los hijos de Dios
3:3 El que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro.
3:4 El que comete el pecado comete también la iniquidad,
porque el pecado es la iniquidad.
3:5 Pero ustedes saben que él se manifestó para quitar los pecados,
y que él no tiene pecado.
3:6 El que permanece en él, no peca, y el que peca no lo ha visto ni lo ha conocido. 3:7 Hijos míos, que nadie los engañe:
el que practica la justicia es justo,
como él mismo es justo.
3:8 Pero el que peca procede del demonio,
porque el demonio es pecador desde el principio.
Y el Hijo de Dios se manifestó
para destruir las obras del demonio.
3:9 El que ha nacido de Dios no practica el pecado,
porque la simiente de Dios permanece en él;
y no puede pecar, porque ha nacido de Dios.

Este es el mensaje de Resurrección que en la epístola de 1 de juan 3 nos enseña. El problema del pecado ya fué solucionado y los que se adhieren a Dios aceptando y confesando a Jesucristo como el Señor de sus vidas (Romanos 10:9-10) obtenemos la justicia y salvación. 
 

Romanos 10:9-10

9 que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.
10 Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.
 
Se comprende pues que en la resurrección de Jesucristo en realidad se trata simplemente de la revelación del fruto todavía escondido de la muerte de Cristo. El cambio antes mencionado es precisamente lo que está aún oculto en la muerte de Cristo, oculto bajo el aspecto en que aparece allí el hombre, consumido por la ira de Dios. El Nuevo Testamento atestigua que ese aspecto del hombre no es el sentido del suceso del Gólgota, sino que detrás de ese aspecto se esconde el verdadero sentido del suceso, sentido que se revela al tercer día. En este día tercero se inicia una nueva historia del hombre, de modo que cabría dividir también la vida de Jesús en dos grandes períodos: El primero de treinta y tres años, hasta su muerte; y el segundo, muy breve y decisivo, de cuarenta días, que son los habidos entre su muerte y su ascensión a los cielos.


Al tercer día comienza una nueva vida de Jesús. Pero simultáneamente empieza al tercer día un nuevo eon35, una nueva forma del mundo, después que, en la muerte de Jesucristo, el mundo antiguo fue completamente desechado y concluido. Y esto es la Resurrección: iniciación de un tiempo y un mundo nuevos en la existencia de Jesús hombre, el cual ahora, como portador triunfante y victorioso, como aniquilador de la carga del pecado del hombre que le fue impuesta, empieza una nueva vida. La Iglesia primitiva vio en esa distinta existencia de Jesucristo no sólo, digamos, una continuación sobrenatural de lo que hasta entonces fue su vida, sino una vida completamente nueva, la vida de Jesucristo glorificado, y en ello, simultáneamente el principio de un mundo nuevo. (Vanos son los intentos de relacionar la Resurrección con ciertas renovaciones como las que tienen lugar en la vida creada; por ejemplo, en primavera, o, también, en el despertar matutino del hombre etc. etc. Pero a la primavera sigue el invierno inevitablemente y al despertar sigue, después, el sueño. En todo esto se trata de un movimiento cíclico del renovarse y envejecer. ¡Pero la renovación de Resurrección es una renovación definitiva!)



Según el Nuevo Testamento, se anuncia en la resurrección de Jesucristo que la victoria de Dios en favor del hombre ya ha sido ganada en la persona de su Hijo. Primeramente, es la Resurrección la gran prenda de nuestra esperanza; pero, al mismo tiempo, ese futuro se hace ya actualidad en el mensaje de Resurrección: el anuncio de una victoria lograda ya. La guerra ha terminado..., aunque aquí o allá algunas unidades del ejército sigan disparando por ignorar la capitulación. El juego está ya ganado. . ., aunque el contrincante pueda seguir haciendo algunas tiradas todavía. ¡Prácticamente ya está en jaque mate! El reloj ha gastado toda su cuerda..., aunque el péndulo prosiga oscilando un par de veces.

Nosotros estamos viviendo en ese espacio intermedio! "¡Las cosas viejas pasaron! he aquí', todo es hecho nuevo!"36. El mensaje de Resurrección nos dice que el pecado, la maldición y la muerte, nuestros enemigos, en fin, han sido vencidos. Por fin ya no pueden causar ningún mal. Claro está que siguen comportándose como si el juego aún estuviese indeciso, como si no hubiese sido librada la batalla; por eso hemos de contar aún con ellos, pero, en el fondo, no tenemos por qué temerles.
 
Quien haya oído el anuncio de Resurrección, no puede seguir andando por ahí con rostro trágico ni llevar la existencia malhumorada del que no tiene esperanza. Jesús ha vencido: Esto es lo único que vale... y lo único verdaderamente serio. Toda seriedad que al llegar aquí quisiera volver la vista atrás como la mujer de Lot, no es seriedad cristiana. Posiblemente habrá fuego a nuestras espaldas (en realidad, está ardiendo!), pero no es eso lo que debemos mirar, sino lo otro, o sea, que somos llamados y estamos invitados a tomar en serio la victoria de la gloria de Dios en ese hombre, que es Jesús, y a alegrarnos de ella.
 
Entonces viviremos en agradecimiento, pero no en temor. La resurrección de Jesucristo revela y lleva a cabo ese anuncio de la victoria. No interpretemos la Resurrección como "un proceso espiritual. Es preciso oír y escuchar que se nos diga que hubo un sepulcro vacío y que más allá de la muerte se ha visto una nueva vida. "Este (el hombre salvado de la muerte) es mi Hijo amado: A él oíd"37. En la Resurrección sucede y se manifiesta aquello que fue anunciado en el Bautismo del Jordán. Y a los que esto saben les es anunciado el final del mundo viejo y el principio del nuevo. Todavía han de recorrer un breve trecho hasta que se haga visible que Dios lo ha consumado todo por ellos en Jesucristo.


 
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35. Eon en el sentido de mundo. N. del T.

36. 2 Cor. 15:17. 
37. Marcos 9:7

SOLI DEO GLORIA

REV. RUBEN DARIO DAZA

miércoles, 12 de septiembre de 2012

JESUCRISTO CRUCIFICADO Y MUERTO




Capítulo XVII

 
CRUCIFICADO, MUERTO, SEPULTADO, DESCENDIÓ
A LOS INFIERNOS

En la soberanía de Dios, quiso en su Santa Voluntad,
que su hijo Jesucristo fuese humillado y sacrificado.
En la muerte de su Hijo se ha prestado Dios a ejecutar
su derecho frente al hombre pecador de forma que
Él mismo se pone en su lugar y así la maldición
que cae sobre el hombre, el castigo que merece, 
el pasado al que se acerca presuroso,
el abandono en que se halla,
lo toma Él sobre sí y con ello libra al hombre
de toda condenación, con el fin de que en él reciba
justificación, santificación, vida, sanidad, fuerzas para el fatigado
y descanso para los débiles.



El misterio de la encarnación se desenvuelve hasta convertirse en el misterio del Viernes Santo y de Resurrección. Y sucede nuevamente lo mismo que tantas veces en todo este misterio de la fe, o sea: es preciso ver ambos aspectos en conjunto, es necesario entender el uno partiendo del otro. No puede negarse que en la historia de la fe cristiana siempre ha sido así, que el peso del conocimiento del cristiano ha gravitado más sobre un lado que sobre otro. Es factible hacer constar como la Iglesia de Occidente muestra decidida inclinación por la teologia de la cruz, es decir, por hacer resaltar y por subrayar que Cristo fue entregado a causa de nuestras transgresiones.

La Iglesia Oriental, en cambio, acentúa más el ¡Resucitó para justificación nuestra!; con esto se inclina esta Iglesia más hacia la tipología gloriae. Carecería de verdadero sentido el enfrentar en esta cuestión ambas actitudes. Es sabido que Lutero desarrolló desde un principio intensamente la actitud occidental, poniendo en alto la teologia de la cruz (theologia crucis) y no la teologia de la gloria (theologia gloriae). Y Lutero tenía razón. Sin embargo, no se debe construir y fijar el contraste, toda vez que no hay theologia crucis posible sin su complemento que es la theologia gloriae. Ciertamente, no hay resurrección sin Viernes Santo; pero igualmente seguro es que no hay Viernes Santo sin resurrección.

Con la mayor facilidad se construye en el cristianismo demasiada tribulación y con ello también aspectos que huelen a aposento cerrado. En cambio, si la cruz es la cruz de Jesucristo y no una especulación sobre la cruz, que, en el fondo, cualquier pagano también podría llevar a cabo, entonces será imposible olvidar y pasar por alto que el crucificado resucitó al tercer día de entre los muertos. Siendo esto así, se celebrará el Viernes Santo de una manera completamente distinta e incluso quizás fuera conveniente no cantar el Viernes Santo los himnos, melancólicos y tristes, de Pasión, sino los himnos de resurrección. Lo sucedido el Viernes Santo no es algo digno de lamentaciones, pues El ha resucitado.

He querido decir esto de antemano, y ruego que lo que hemos de exponer acerca de la muerte y Pasión de Cristo no vaya a entenderse de forma abstracta, sino mirando ya por encima de ello al lugar donde se revela su gloria.

La antigua Teología describía este centro de la Cristología bajo los dos conceptos principales: humillación (exinanitio) y exaltación (exaltatio) de Cristo. ¿Qué significa, sin embargo, humillación y glorificación o exaltación?

La humillación de Cristo todo lo encierra en sí, empezando por "padeció bajo Poncio Pilatos" y manifestándose decididamente en "crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos". Indudablemente, primero es la humillación de ese hombre que sufre y muere y entra en las más profundas tinieblas. Pero lo que da importancia a su humillación y entrega de ese hombre es que Él es Hijo de Dios, o sea, que no es otro sino Dios mismo humillándose y entregándose en su Hijo.


Y si frente a esto se alza como misterio de Resurrección la exaltación de Cristo, esta glorificación es, sin duda, una auto glorificación de Dios, es su gloria la que triunfa: "Dios se levanta con júbilo". Sin embargo el verdadero misterio de Resurrección no consiste en que Dios sea glorificado, sino que tiene lugar una glorificación del hombre y que éste sea elevado hasta la diestra de Dios y pueda triunfar sobre el pecado, la muerte y el diablo.

 


Teniendo presente todo esto, la imagen que se nos muestra es la de un trueque incomprensible, o sea, un cambio. La reconciliación del hombre con Dios sucede cuando el Hijo de Dios se pone en lugar del hombre y éste es colocado en lugar del Hijo, realizándose todo ello pura y absolutamente como un acto de la gracia. Precisamente este milagro incomprensible es nuestra reconciliación.

Si el Credo, tan parco en el empleo de palabras, hace resaltar el "crucificado, muerto y sepultado", incluso de modo puramente externo, apelando al detalle y buscando expresarlo todo; si también los Evangelios se extienden tan amplísimamente al relatar la historia de la crucifixión; si en todas las épocas siempre resaltó la cruz de Jesús como verdadero punto central de toda la fe cristiana; si en cada siglo ha vuelto a sonar el ave crux única spe mea (Te saludo cruz, única esperanza mía); consideremos que no se trata de la glorificación y acentuación del cruento martirio del fundador de una religión (existen, sin duda, historias de mártires todavía más impresionantes..., pero lo impresionante no es lo esencial), ni tampoco de la expresión y posición de dolor del mundo en general, como si dijéramos: la cruz es el símbolo de la limitación de la existencia humana. Pensando así, nos alejaríamos del conocimiento de aquellos que han dado testimonio de Jesucristo crucificado.

Según el testimonio apostólico, la crucifixión de Jesucristo es la obra y acción concreta de Dios mismo. Dios adopta un cambio por sí mismo, Él se acerca demasiado a sí mismo, Dios no considera una usurpación el ser divino, es decir; no retiene el botín como un salteador, sino que se despoja a sí mismo. La gloria de su divinidad es que Él también carece de todo egoísmo y es capaz de desprenderse de todo. No se hace El infiel a sí mismo, pero su fidelidad a sí mismo se demuestra en que Él no se ve reducido a permanecer dentro de su propia divinidad. Lo profundo de la divinidad, la grandeza de su gloria se manifiestan, justamente, en que también pueden ocultarse por completo en todo lo contrario de ellos, es decir, en la mayor perdición y más angustiosa miseria de la criatura.

Lo que en la crucifixión de Cristo sucede es que el Hijo de Dios se apropia lo que corresponde forzosamente a la criatura en rebeldía, que pretende desligarse de su calidad de "creada" para erigirse en "creadora". El Hijo de Dios hace suyo el estado angustioso de esa criatura y no la deja entregada a sí misma. Asimismo, no se contenta con ayudarle sólo exteriormente o con saludarle desde lejos, sino que hace suya la miseria de su criatura. ¿Para qué? Para que su criatura pueda ser libertada; para que el peso que sobre sí misma ha cargado sea llevado, sea quitado de ella. La criatura tendría que perderse bajo su carga; pero Dios no lo quiere así, sino que Él quiere la salvación de la criatura. Tan grande es la perdición de ella, que sin la entrega de Dios mismo para salvarla todo lo demás sería poco. Mas Dios es tan grande que su voluntad es entregarse a sí mismo.

He aquí la reconciliación: Dios, que interviene por nosotros. Dicho entre paréntesis: No hay doctrina acerca de este misterio central capaz de entender y expresar concluyente y exactamente cómo se pone aquí Dios en nuestro lugar. No se confunda tampoco mi teoría de la reconciliación con la cosa misma. Todas las teorías de la reconciliación serán únicamente indicaciones. Pero póngase la atención en ese ''por nosotros"; ¡que nadie se permita tachar nada en esa expresión! ¡Esto es lo que tiene que expresar toda la teoría de la reconciliación!

En la muerte de Jesucristo ha ejecutado Dios su derecho; en esa muerte ha obrado Dios como juez frente al hombre. Este se ha encaminado al lugar donde había de pronunciarse sobre él la sentencia divina y donde inevitablemente tenía que cumplirse.  El hombre está ante Dios como pecador, como un ser que se ha apartado de Dios y se ha negado a ser lo que le era dado ser; el hombre se rebela contra la gracia, que le parece poco, y se aleja de la gratitud. Su vida humana consiste en ese alejamiento continuo, en ese pecar, ya sea grosera o gentilmente. Este pecar lleva al hombre a una situación angustiosa incomprensible: adopta una actitud imposible ante Dios, se coloca donde Dios no pueda verle, se pone, por así decirlo, a espaldas de la gracia de Dios. Pero el reverso del sí divino es el no divino: el juicio. Y si irresistible es la gracia divina, igualmente irresistible es el juicio divino.


 




"Crucificado, muerto, sepultado..." con respecto a Cristo, hemos de entenderlo ahora como los efectos del juicio divino ejecutado en el hombre y como expresión de aquello que se cumple de hecho en el hombre. Crucificado: la crucifixión de cualquier israelita significaba maldición, no sólo del reino de los vivos, sino del pacto con Dios, separación del círculo de los elegidos. Crucificado quiere decir: desechado, entregado al patíbulo de los gentiles. Pongamos en claro que en el juicio de Dios, en aquello que la criatura humana, por pecadora, tiene que sufrir, se trata de ser desechado y maldecido. "¡Maldito aquel que muere en el madero"30. Lo que le sucede a Cristo en la cruz es lo que debía habernos sucedido a nosotros.

Muerto: su muerte es el fin de todas las posibilidades de vida que existen. Morir significa apurar la última de las posibilidades que nos han sido concedidas. Interprétese la muerte física o metafísicamente, y sea lo que fuere lo que sucede al morir, una cosa es cierta: en la muerte su-cede lo último, la última acción posible dentro de la existencia de la criatura. En cuanto a lo que haya al otro lado de la muerte, será en todo caso otra cosa que una continuación de esta vida. La muerte significa verdaderamente al final. Este es el juicio bajo el que nuestra vida se halla: nuestra vida espera la muerte. Nacer y crecer, madurar y envejecer es ir al encuentro del momento en que acabaremos definitivamente todos nosotros. Vista de este modo la cuestión, la muerte es un elemento en nuestra vida, en el que es preferible no pensar.

Sepultado: cuan insignificante y, al parecer, superfluo es esto. Pero no figura en vano en el credo. Algún día también seremos nosotros sepultados, alguna vez saldrá un grupo de personas camino del cementerio, y pondrán un ataúd en la tierra, y todos volverán a sus casas; todos menos uno, y ese uno seré yo. El sello de la muerte será que me sepultarán como una parte superflua y molesta en el reino de los vivientes. "Sepultado"... Esto es lo que presta a la muerte carácter de perecer, de corromperse y a la existencia humana el carácter de lo perecedero y de corrupción. ¿Qué es, pues, la vida humana? Acercarse apresuradamente al sepulcro. El hombre se apresura hacia su fin, un fin sin porvenir alguno, un fin que es lo definitivamente postrero. Todo cuanto somos, habrá sido y se destruirá en corrupción. Acaso quede aún un recuerdo mientras haya personas que nos recuerden. Pero también ellas morirán y así concluirá también aquel recuerdo. No existe en la historia humana ningún gran hombre que no acabe por convertirse, al fin, en un hombre olvidado. Esto es lo que significa "Sepultado": y este es el juicio sobre el hombre: Una vez en el sepulcro, acabará por caer en el olvido. Y la respuesta de Dios al pecado es ésta: Con el hombre pecador no hay otro remedio, sino el enterrarlo y olvidarlo.
 



Descendió a los infiernos: la imagen que el antiguo y el Nuevo Testamento ofrecen del infierno difiere de lo que épocas posteriores han imaginado. El infierno, el lugar de inferi31, el hades, según el Antiguo Testamento, es ciertamente, el lugar del tormento, de la separación completa donde el hombre únicamente existe como no siendo, únicamente como sombra. Los israelitas se figuraban ese lugar como un lugar donde los hombres sólo flotaban como sombras temblorosas. Lo peor de la estancia en el infierno es, según el Antiguo Testamento, que los muertos ya no pueden alabar a Dios, ni ver más su rostro, ni tomar parte en los actos cúlticos de Israel. Se trata, pues, de una separación de Dios, y esto es lo que hace tan terrible a la muerte, y al infierno verdadero infierno. Estar el hombre separado de Dios significa hallarse en el lugar de los tormentos. "Lloro y crujir de dientes": Nuestra imaginación no alcanza hasta esta realidad, hasta ese ser sin Dios. El ateo ignora lo que es estar sin Dios.


Estar sin Dios es la existencia en el infierno32. ¿Podría ser otro el resultado del pecado? ¿No se ha extendido horizontalmente con su acción el hombre de Dios? Y la confirmación de ello, simplemente, "descendió a los infiernos". El juicio de Dios es justo, o sea, da al hombre lo que éste deseaba. Dios no sería Dios, ni el Creador creador, ni el hombre hombre si cupiera la posibilidad de prescindir de ese juicio y su cumplimiento.

Pero resulta que el Credo dice que el cumplimiento de la sentencia ha sido realizado por Dios de modo que Él, Dios mismo, en su Hijo Jesucristo —Dios verdadero y hombre verdadero al mismo tiempo— se pone en el lugar del hombre condenado. La sentencia divina es llevada a cabo, el derecho de Dios se realiza, pero se realiza de modo que lo que el hombre habría de padecer es padecido por ese Único33 que, como Hijo de Dios, se pone en lugar de los demás.

La soberanía de Jesucristo que ante Dios se pone en lugar nuestro, consiste en que carga sobre sí con aquello que nos corresponde a nosotros. En el punto en que nosotros somos maldecidos y culpables y estamos perdidos, Dios mismo se hace en Cristo garante nuestro. El, en su Hijo, es el que en la persona de ese hombre crucificado en el Gólgota carga con todo lo que tendríamos que llevar nosotros. Así es cómo El acaba con la maldición. Dios no quiere que el hombre se pierda, no quiere que el hombre pague lo que habría de pagar, o, dicho de otra manera: Dios aniquila el pecado. No hace Dios esto a pesar de su justicia, sino que ésta consiste precisamente en que El, el Santo, intercede por nosotros, los impíos; El quiere salvarnos y nos salva. El Antiguo Testamento no da a la justicia (divina) el sentido de la justicia del juez que hace pagar al culpable, sino que es la obra de un juez que ve en el acusado un desgraciado, al que desea ayudar en tanto le pone en buen camino.
 

A esto se lo llama justicia. Justicia significa levantar, poner en pie al caído. Y esto es lo que hace Dios. No por eso deja de cumplirse el castigo ni de sobrevenir la angustia, pero ello sucede en tanto El se pone en el lugar del culpable: ¡El, que tiene poder para hacerlo; El, que está justificado al desempeñar el papel de su criatura! No existe pugna alguna entre la misericordia de Dios y su justicia. "Su Hijo no le es demasiado caro. —No, Él le entrega por mí, para librarme del fuego eterno—. Por su carísima sangre34. He aquí el misterio del Viernes Santo.

Sin embargo, miramos realmente más allá del Viernes Santo al decir que Dios ocupa nuestro lugar y toma sobre sí mismo nuestro castigo. Con eso nos lo quita de hecho. Todo padecer, toda tentación, incluso nuestra muerte, son solamente la sombra del juicio Divino que Dios ha cumplido ya en favor nuestro. Lo que, en verdad, habría de habernos tocado a nosotros ha sido apartado y alejado de nosotros en la muerte de Cristo. Así lo expresa la palabra de Cristo en la cruz, cuando exclama: "¡Consumado está!". Frente a la cruz de Cristo se nos invita, pues, a reconocer, por un lado, la magnitud y el peso de nuestro pecado, considerando lo que ha costado el que podamos tener perdón. En rigor, sólo hay conocimiento del pecado a la luz de la cruz de Cristo. Porque únicamente el hombre que sabe que le ha sido perdonado su pecado, comprende lo que es el pecado. Por otro lado, nos es dado poder reconocer que el precio ha sido ya pagado, de manera que somos absueltos del pecado y sus consecuencias. Nosotros no tenemos que pagar ya nada más. Hemos sido absueltos gratuitamente, sola gratia, por la propia intervención de Dios en favor nuestro.

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30. Gál. 3:13. 
31. De abajo. 


32"Estar sin Dios" no corresponde exactamente al vocablo — "sin Dios" o, en castellano, ateo. Pero "a-teísmo" parece traducción menos propia que "estar o vivir sin Dios". 
33. Barth dice: "von Diesem Einen" y no "von Diesem Einzigen"; pero la traducción textual de "por ese Uno" tendría menos sentido que "por ese Único" que se basa en el mismo Credo. N. del T.
34. Himno de las Iglesias de lengua alemana.

SOLI DEO GLORIA
REV. RUBEN DARIO DAZA B.

Lo invito a participar de este hino que me ha parecido precioso: