El reconocido psicólogo Cristiano, Larry Crabb, afirma en uno de sus libros: «Quizás la lección más importante que he aprendido al atravesar momentos de tinieblas es esta: no hay forma de evitar, en esta vida, el dolor y las dificultades. Puedo vivir en obediencia, practicar las disciplinas espirituales y reclamar mi identidad en Cristo, pero los problemas no desaparecerán.» Esta es una verdad que muchos de nosotros hemos pasado la vida negándola, aunque la realidad de nuestro propio peregrinaje nos indica lo contrario.
Existe en nosotros un fuerte condicionamiento que interpreta como negativa la manifestación de cualquier clase de sufrimiento. Al igual que los discípulos, frente al dolor exclamamos: «¿Quién pecó, este o sus padres?» (Jn 9.1) Sin embargo, no es la existencia de dificultades en nuestra vida lo que indica que no estamos viviendo bajo el Señorío de Cristo. Al contrario, el sufrimiento es una constante en la vida de prácticamente todos los grandes santos en la historia del pueblo de Dios. John Stott en uno de sus textos señala que «alguna experiencia de sufrimiento es virtualmente indispensable para la santidad». En Hebreos nos encontramos con la asombrosa afirmación de que el Hijo de Dios aprendió obediencia por lo que padeció (Heb 5. 8), de manera que el experimentar tiempos de crisis no refleja, necesariamente, una falta de espiritualidad en la vida de los hijos de Dios.
Nuestro desafío se orienta hacia otro lado. Tiene que ver con la siguiente pregunta: ¿cómo podemos vivir victoriosamente en tiempos de crisis?
Si bien esos momentos son reales y debemos vivir con ellos, también es cierto que muchos de nosotros encontramos que nuestro «cristianismo» se desmorona en esos tiempos, y damos lugar a lamentos, reproches, quejas y amargura. Como en ninguna otra situación, la crisis revela lo que verdaderamente está en nuestros corazones.
Examinemos, pues, un incidente en la historia del pueblo de Dios, para extraer de ella algunas pautas concretas acerca de cómo conducirnos en tiempos de crisis.
¡Sitiados!
En el capítulo 6 del segundo libro de Reyes, versículo 24, se nos dice que el rey Ben-adad, rey de Aram, reunió a todo su ejercito, y subió y sitió a Samaria. Esta forma de subyugar un pueblo enemigo era común en la época. Al carecer de los armamentos que le han dado tanto poder destructivo a los ejércitos modernos, los generales rodeaban a un pueblo y cortaban sus vínculos con las tierras del cual se abastecían. Con actitud paciente esperaban el paulatino debilitamiento de la población hasta que se rindieran. El proceso era lento, pero sumamente efectivo.
Así lo afirma el historiador, pues nos dice que «hubo gran hambre en Samaria, y he aquí la sitiaron hasta que la cabeza de un asno se vendía por ochenta ciclos de plata, y la cuarta parte de un cab de estiércol de paloma por cinco ciclos de plata» (25). Sin conocer mucho de medidas, nos damos cuenta de la desesperación de los habitantes, al punto de que estaban dispuestos a consumir ¡la cabeza de un asno o el estiércol de paloma! Las cifras que se manejan confirman el grado de desesperanza al que habían llegado los habitantes de Samaria. Para que tengamos una idea, José había sido vendido por veinte ciclos de plata (Gen 37. 28) y Salomón había comprado carrozas y caballos por el valor de 150 siclos (1 Re 10. 29). Si estuviéramos hablando de dólares, la cifra que se estaba pagando por una cabeza de asno ¡sería superior a los US$5.000!
Los israelitas, entonces, habían sobrepasado los límites de lo normal y se encontraban en una crisis de magnitud realmente abrumadora.
Atraídos a lo impensableEn medio de esta situación de desesperación se nos presenta una escena de horror. «Pasando el rey de Israel por la muralla, una mujer le gritó, diciendo: ¡Ayúdame, oh rey, señor mío! Y él respondió: Si el Señor no te ayuda ¿de dónde te podré ayudar? ¿de la era o el lagar? Y el rey dijo: ¿qué te pasa? Y ella respondió: Esta mujer me dijo: Dame tu hijo para que lo comamos hoy, y mi hijo lo comeremos mañana. Así que cocimos a mi hijo y nos lo comimos; y al día siguiente, le dije a ella: Da tu hijo, para que lo comamos, pero ella ha escondido a su hijo.» (6.28–29)
En este espantoso relato podemos captar el grado de abatimiento al cual había llegado la población sitiada. El reclamo de la mujer no tiene que ver con la pérdida de su hijo, sino más bien con el comportamiento injusto de su vecina. Es justamente en esta desgraciada conducta que encontramos nuestra primera lección acerca de la crisis, y es la siguiente: en tiempos de extrema angustia estamos dispuestos a considerar alternativas y salidas que en otro tiempo hubiéramos considerado abominables. Cuando nuestra desesperación sobrepasa el nivel de lo que es tolerable, hasta lo impensable se torna atractivo.
Piense un momento en Juan el Bautista. Cuando el Mesías llegó a orillas del río Jordán, el profeta no dudó ni un instante en proclamar: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» (Jn 1. 29) Unos meses más tarde, sin embargo, Juan se encontraba encarcelado y frente a su posible ejecución. Rodeado de tinieblas, mandó a sus discípulos a preguntarle a Cristo: «¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro?» (Lc 7.24). Encarcelado, el profeta ya no tenía ni la certeza ni la convicción que había caracterizado su vida en otros tiempos.
De la misma manera, en tiempos de crisis en nuestra propia vida podemos empezar a contemplar soluciones que en el pasado hubiéramos descartado categóricamente. Un padre desesperado porque no encuentra trabajo comienza a pensar en robar. Un matrimonio, desgastado por los argumentos y las discusiones, comienza a pensar en la separación. Un pastor, profundamente desanimado por los constantes cuestionamientos de su congregación, considera el darle la espalda a su vocación. No importa cuál sea la situación. Debemos tener en claro que en tiempos de dificultad, perdemos la perspectiva y luego sufrimos las consecuencias de nuestras decisiones. ¿Cuál es, pues, la conclusión? En tiempos de crisis no se debe tomar ninguna decisión más allá de las imprescindibles para seguir con la vida. ¡Lo que en el momento de tribulación le parece lógico y aceptable, es muy probable que más adelante lo lleve a profundos lamentos!
¡Traigan al responsable!
Cuándo el Rey oyó las palabras de la mujer, se rasgó las vestiduras por la magnitud de la calamidad que estaba presenciando. «Entonces él dijo: Así me haga Dios y aún me añade, si la cabeza de Eliseo, hijo de Safat, se mantiene sobre sus hombros hoy.» (6.31) He aquí un claro ejemplo de un segundo comportamiento que es típico en situaciones de crisis: buscar a quién culpar por lo que vivimos. El rey no había provisto ningún tipo de liderazgo en la angustiante situación que sufría el pueblo y lejos de señalar un camino espiritual para la circunstancia, había permanecido paralizado, esperando algún tipo de milagro.
Cuando nos sentimos agobiados por una fase como esta, es muy común que usemos la poca energía que nos queda en fogosas denuncias de la(s) persona (s) que consideramos responsables por la calamidad experimentada: cuando los israelitas se encontraron frente al Mar Rojo, con el ejército de Faraón a sus espaldas, atacaron a Moisés (Ex 14.10–12); Gedeón, al ser visitado por el ángel, no vaciló en ventilar sus frustraciones por el «abandono» que sufrían a manos de Dios (Jue 6.13); cuando los hombres de David regresaron de un campaña y encontraron que los amalecitas habían arrasado su campamento, atacaron a su líder y quisieron apedrearlo (1 Sa 30.6).
El hecho es que estas denuncias proveen una escapatoria para nuestros sentimientos de frustración, pero rara vez contribuyen a solucionar el estado que estamos enfrentando. Al contrario, muchas veces sirven como una distracción que no nos permite realmente concentrarnos en lo que sí deberíamos estar haciendo. De aquí, entonces, se desprende una segunda lección acerca de lo adecuado en tiempos de crisis: no pierda tiempo buscando culpables, porque le servirá de muy poco.
¿De dónde vendrá mi socorro?
Como usted se imagina, el profeta Eliseo ya estaba al tanto de las intenciones del rey, porque Dios mismo se lo había revelado. No obstante, el rey envió un siervo a que hiciera justicia dándole muerte a Eliseo. Cuando llegó, la puerta de la casa del profeta estaba trabada. Entonces Eliseo le dijo: «Oid la palabra del Señor. Así dice el Señor: "Mañana como a esta hora en la puerta de Samaria, una medida de flor de harina se venderá en un siclo, y dos medidas de cebada en un siclo.» (7. 1)
La profecía de Eliseo es asombrosa, porque ni siquiera había harina o cebada en Samaria para que se pudiera proclamar semejante extravagancia. La reacción del oficial del rey es absolutamente predecidle: «Mira, aunque el Señor hiciera ventanas en los cielos ¿podrá suceder tal cosa?» (7. 2)
El incidente ilustra admirablemente el tercer principio importante acerca del comportamiento adecuado en tiempos de crisis: si no es bueno tomar decisiones ni tampoco resulta productivo invertir tiempo culpando a los demás por nuestra situación, entonces ¿qué debemos hacer? La respuesta está en las palabras mismas de Eliseo.
En tiempos de crisis, solamente el Señor tiene la perspectiva y las directivas apropiadas para nuestra vida. ¿Cuál debe ser nuestra respuesta entonces? ¡Buscarle a Él!
¡Claro!, esto suena muy simplista. No obstante, nos evitaríamos muchos problemas si lo practicáramos. Lo único que nos puede orientar en tiempos de dificultad es una palabra que viene del trono de Dios. Note usted cómo todos los grandes siervos de Dios buscaron el rostro de Dios en momentos de tribulación, y observe algunos ejemplos: frente al becerro de oro, Moisés exclamó: «Vosotros habéis cometido un gran pecado, y yo voy a subir al Señor, quizá pueda hacer expiación por vuestro pecado.» (Ex 32.30) Frente a la rebelión de su gente, David estaba muy angustiado: «mas … se fortaleció en el Señor su Dios … y … consultó al Señor, diciendo: ¿perseguiré a esta banda?» (1 Sa 30. 6 y 8). Finalmente, cuando a Pablo le fue dada una espina en la carne que le producía muchas dificultades, rogó al Señor por su situación y en medio de las súplicas, vino la palabra de Dios: «Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Co 12. 9).
La dificultad en practicar esto radica en el hecho de que, en la vicisitud todas nuestras emociones nos invitan a la introspección, a la obsesión con lo nuestro. Por esta razón no podremos procurar el rostro de Dios si no estamos dispuestos a imponer nuestra voluntad sobre el grito desesperado de nuestra alma, que pretende alivio inmediato. Para el hijo de Dios, realmente el único camino es el que propone el salmista: «Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro? mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel. Jehová es tu guardador; Jehová es tu sombra a tu mano derecha» (Sal 121.1–5).
¡Es una locura!
En la reacción del oficial del rey encontramos el cuarto elemento indispensable para un comportamiento correcto en tiempos de crisis: el desafío de caminar por fe. Una vez recibidas las instrucciones de parte del Señor, debemos poner lo que corresponde de nuestra parte, es decir, el creer la palabra y ponerla por obra. Justamente aquí se presenta el mayor desafío, porque la palabra seguramente sonará como una verdadera locura a nuestros oídos, especialmente tomando en cuenta las circunstancias en la cual nos encontramos.
La respuesta que Dios le dio a Moisés, frente a los reclamos del pueblo, fue: «No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos» (Ex 14.13 y 14). ¡Qué locura! Piense en recibir esta oferta mientras tiene el mar a sus espaldas y ve, con profunda angustia, la inmensa polvareda que anuncia cuán cerca está el ejercito del Faraón. Si no lo puede imaginar, considere situaciones más cotidianas. Usted se está quedando sin dinero y el Señor le indica que ofrende lo último que le queda. Está triste porque perdió su trabajo y el Señor le dice; regocíjate, de nuevo te digo, ¡regocíjate! Está perturbado porque no puede lograr que un proyecto avance, no importa cuánto discute y argumenta, y el Señor le dice que en la quietud y confianza está su fuerza.
El hecho es que, no importa desde cuál ángulo lo miremos, las propuestas de Dios siempre nos incomodan, y no podría ser de otra manera, pues siempre chocan con los valores y los deseos de la carne. Solamente si andamos en el Espíritu podremos vencer estos deseos (Gá 5.17). En tiempos de crisis entonces, es fundamental caminar por fe porque hemos perdido la perspectiva y la capacidad de reflexionar.
¡Qué fiesta!La historia que hoy hemos mirado, termina de una manera extraordinaria. Había en la puerta de la ciudad cuatro leprosos. No podían entrar a la ciudad. Fuera de la ciudad tampoco tenían alimento. Dados por perdidos, decidieron ir al campamento de los arameos. Cuando llegaron, el enemigo se había ido.
Estos hombres indignos e inmundos para la sociedad de la época, fueron los primeros en tener acceso ilimitado al campamento abandonado de los arameos. Comieron y bebieron en abundancia. Fueron ellos, además, quienes trajeron las buenas nuevas a la ciudad. Y tal como había proclamado el profeta, una medida de flor de harina volvió a venderse en solamente un ciclo de plata.
Esta maravillosa conclusión tiene también una lección para nosotros. En cada tribulación hay oportunidad para ver la mano de Dios obrando maravillas a favor de su pueblo. Su intervención es asombrosa y contradice todas las predicciones humanas acerca del probable desenlace de la situación de crisis. Todo su pueblo puede regocijarse en la visible manifestación de su poder. Pero solamente algunos podrán participar de las primicias de esta fiesta, y son aquellos que cometieron la locura de moverse en fe.
Note que los leprosos no tenían una fe prolija y ejemplar ni eran baluartes de una vida consagrada. Fueron al campamento enemigo porque no les quedaba otra opción. Su «fe» fue la expresión mínima posible de confianza en Dios. Lo increíblemente maravilloso es que Dios honra aun manifestaciones tan débiles e incompletas como estas. Al igual que el padre del epiléptico, podemos exclamar: «Creo; ¡ayúdame en mi incredulidad!», porque nos damos cuenta qué débil y tendiente a las duda es nuestra fe. Aún así, quienes se atrevan a seguir el camino señalado por Dios en medio de las crisis de esta vida, podrán disfrutar de las experiencias espirituales más extraordinarias.
¡No se quede usted afuera de la fiesta!
La crisis es la oportunidad para ver la mano de Dios obrando maravillas a favor de su pueblo. Su intervención es asombrosa y contradice todas las predicciones humanas acerca del probable desenlace de la situación. Aquellos que se atrevan a seguir el camino señalado por Dios podrán disfrutar de las experiencias espirituales más extraordinarias. Terminando quiero dejar las reflexiones de Albert Einstein físico alemán y pensador sobre cuestiones como la crisis:
‘No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar ‘superado’. Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones. La verdadera crisis es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto, trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla’.Dios les bendiga!
Rev. Ruben Dario Daza !
Maravilloso articulo sobre el tema de la Crisis. La verdad es que no sabia que habia una perspectiva cristiana para trabajar sobre la crisis. Me gustó la conclusión del siempre actual Don Albert Einstein
ResponderEliminargracias por ayudar a abrir mi mente gracias hermanos del planeta:
los amo
Katerine
EL PENSAMIENTO CRISTIANO QUE HACE REFLEXIÓN Y LA DE EINSTEIN…ES REMOVER NUESTRA CONCIENCIA…Y PENSAR SIN CAMBIOS NO HAY RETOS….NO HAY SOLUCIONES…….LOS OBSTACULOS EN LA VIDA SON REALMENTE LA PUERTA A LA EVOLUCION…FISICA Y ESPIRITUAL…BIEN POR ESTE ARTICULO UN 10.
ResponderEliminarEn torno de estas cuestiones, yo haré algunas consideraciones.
EliminarPara muchos actores del cristianismo una de las principales preocupaciones es el crecimiento o la disminución del número de fieles de sus iglesias. En América Latina, mucho se ha hablado sobre el crecimiento de las iglesias pentecostales y neo-pentecostales y de los movimientos carismáticos en el interior de la Iglesia Católica. No debemos olvidar, sin embargo, que una buena parte del crecimiento de estas iglesias y movimientos se hace a costa de otras iglesias y movimientos en el interior del cristianismo. La euforia de ciertas iglesias o líderes religiosos con el crecimiento numérico se refiere al crecimiento de sus iglesias, denominaciones o corrientes en el interior de una gran iglesia, como la católica, pero no al crecimiento del cristianismo como un todo. El cristianismo no ha crecido significativamente en los últimos años. Entre las grandes religiones, la que ha crecido más es el islamismo.
Esta preocupación excesiva por el aumento o la disminución de los fieles -que aparece tanto entre los obispos católicos como entre los obispos y pastores evangélicos o neo-pentecostales- muestra, en muchos casos, que el éxito cuantitativo de sus iglesias se volvió el objetivo principal. En términos teológicos, podemos decir que la iglesia fue identificada con el Reino de Dios: esto es, el crecimiento numérico de su iglesia es vista como la realización de la misión de anunciar el Reino de Dios.