lunes, 12 de mayo de 2014

JUAN 10:1-10 : JESUS EL BUEN PASTOR PARTE 2



JESÚS ES EL BUEN PASTOR

Nos disponemos a profundizar en unas de las páginas más bellas y entrañables de los Evangelios: Las que nos presentan a Jesús como el Buen Pastor y a nosotros como ovejas de su rebaño. Es un tema que ha alimentado la fe y la devoción de los cristianos a lo largo de los siglos. Los primeros cristianos no se atrevían a pintar a Jesús crucificado; sin embargo, en las pinturas de las catacumbas y en los sarcófagos paleocristianos es muy común encontrar representaciones de Jesucristo con una oveja sobre sus hombros.

Los presbiterios de las antiguas Basílicas suelen estar decorados con mosaicos que representan dos filas de ovejas acercándose a beber de una fuente. La imagen de Jesús Pastor es tan rica, que nos ayuda a comprender su identidad, su misión y su relación con el Padre y con nosotros.

El nombre de Jesús, en hebreo, significa «Salvador». Así le llamó el ángel cuando se apareció, en sueños, a S. José: «Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados» (Mateo 1, 21). Él sabía que éramos pecadores y que le íbamos a tratar mal. A pesar de todo, su amor por nosotros era tan grande, que quiso dejar el Cielo y venir a nuestro encuentro para traernos la salvación y la plenitud de la vida eterna. No lo hizo porque nosotros éramos buenos o lo merecíamos, sino sólo por su generosa bondad, por su amor gratuito, en el momento en que Él lo creyó oportuno: «Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a todos los que estábamos sometidos a la ley y para hacernos hijos de Dios... Ha enviado a nuestros corazones el Espíritu que clama "Abba", esto es: "Padre". Y si somos hijos, somos también herederos» (Gálatas 4, 4ss). Jesús no se quedó esperando a que nosotros fuéramos a su encuentro, sino que Él mismo se puso en camino para buscarnos; por eso se hizo amigo de los pecadores, comía con ellos y les anunciaba el Evangelio (la Buena Noticia) del amor y de la misericordia. Esto agradaba a la gente sencilla, que le escuchaba con gozo, y provocaba rechazo en los corazones orgullosos y complicados.

Cuando sus adversarios le acusan de ser amigo de pecadores, les habla del amor de Dios y de su solicitud por cada uno de nosotros, usando la imagen del pastor que sale en busca de la oveja perdida: «¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja a las otras noventa y nueve en el desierto, y va en busca de la que se le ha perdido, hasta encontrarla? Y, cuando da con ella, se la echa a los hombros lleno de alegría y, cuando llega a casa, reúne a sus amigos y les dice: Alegraos conmigo, que ya he encontrado la oveja que se me había perdido. Os digo que igualmente habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lucas 15, 4-7).

La parábola comienza con una referencia a la vida cotidiana, en forma de pregunta (como muchas otras parábolas de Jesús), para hacernos reflexionar e invitarnos a dar una respuesta personal. Sus oyentes saben que el pastor actúa tal como dice Jesús. No está hablando de un asalariado ni de un millonario, sino de un pastor que no tiene criados, que cuida él mismo de su propio rebaño, el cual constituye toda su hacienda. Cada animal es importante para él y no puede permitirse perder ni uno solo. Ninguno le es indiferente. Que le queden noventa y nueve no le resarce de la pérdida de uno. Así que, si se extravía una oveja, va corriendo de un sitio para otro y no descansa hasta que la encuentra. Atraviesa valles y montañas, sin ahorrarse esfuerzos ni fatigas. Cuando la halla, cura las heridas de la oveja recobrada, sacia su hambre y su sed y, para que no perezca por la fatiga, la carga sobre sus hombros y reemprende la marcha hasta que la devuelve sana y salva al redil. Su alegría es tan grande que no se la puede guardar y la comparte con sus amigos: «Alegraos conmigo, porque ya he encontrado la oveja que se me había perdido».

Lo mejor de todo el relato es la enseñanza final: para Dios somos importantes y Él se ocupa siempre personalmente de cada uno de nosotros, incluso cuando nos alejamos de Él por el pecado. Él nunca se desentiende de nosotros. Como nos recuerda Ezequiel (18, 23), «Dios no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta de su conducta y que viva». Dios se goza en perdonar, no en condenar; su misericordia es más grande que nuestras faltas: «El Señor es clemente y misericordioso, paciente y lleno de amor; no anda siempre en querellas ni guarda rencor perpetuamente; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga de acuerdo con nuestras culpas. Pues como la altura del cielo sobre la tierra, así es su amor con los que le honran; y como dista el oriente del poniente, así aleja de nosotros nuestros crímenes. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Salmo 103, 8ss).

Toda la vida de Jesús fue un continuo buscar a las ovejas descarriadas: «Él vino a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lucas 19, 10). Para eso descendió del Cielo, para cargar con nuestros pecados y para llevarnos sobre sus hombros a la Casa del Padre, haciendo con todos «un único rebaño con un solo Pastor». El que hace salir el sol sobre justos e injustos y llover sobre buenos y malos, manifiesta una clara preferencia por los pecadores. A pesar de todo, Jesús no suprime la distinción entre pecador y justo. Desde el principio de su ministerio público, Él mismo invitaba a la conversión y a la penitencia: «Convertíos, porque está cerca el Reino de Dios» (Marcos 1, 15). Lo nuevo de su mensaje es el anuncio de que Dios no espera a que seamos justos para amarnos, sino que nos quiere siempre, con pasión, también mientras somos pecadores, y su mayor alegría se produce cuando tomamos conciencia de que necesitamos su salvación y nos abrimos a su perdón y a su amistad. No sólo desea nuestra conversión; también sale a nuestro encuentro de distintas maneras para tocar nuestro corazón y capacitarnos para darle una respuesta de amor. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como sacrificio de purificación por nuestros pecados. Queridos míos, si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Juan 4, 10ss). Su amor precede a cualquier decisión que nosotros podamos hacer: «No temas, mi pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha querido daros el Reino» (Lucas 12, 32). Él nos ama desde siempre y ha decidido darnos su Reino. Nosotros comenzamos nuestro verdadero camino de amor cuando comprendemos esto.

Durante toda su vida, Jesús supo atraer la atención de sus oyentes contándoles parábolas y comparaciones, proponiéndoles acertijos, haciéndoles preguntas. A veces hablaba de Dios como de un Padre al que el hijo se le escapa de casa o como de una mujer que busca con interés la moneda perdida, o se presentaba a sí mismo como un sembrador que deposita la semilla de la Palabra de Dios en el corazón de los hombres, o como una vid a la que tienen que estar unidos los sarmientos para poder dar fruto... Jesús también habló de sí mismo utilizando la imagen del Pastor que conoce a sus ovejas, las ama y da su vida por ellas: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el redil, sino que salta la tapia, es ladrón y salteador. El pastor de las ovejas entra por la puerta. A éste le abre el guarda para que entre, y las ovejas escuchan su voz; él llama a las suyas por su nombre y las saca fuera del corral. Cuando han salido todas las suyas, se pone delante de ellas y las ovejas lo siguen, pues conocen su voz... Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da la vida por sus ovejas; no como el asalariado, que ni es verdadero pastor ni propietario de las ovejas. Éste, cuando ve venir al lobo, las abandona y huye. Y el lobo hace presa en ellas y las dispersa. El asalariado se porta así porque trabaja únicamente por la paga y no le interesan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, lo mismo que mi Padre me conoce a mí y yo lo conozco a Él. Como Buen Pastor, yo doy mi vida por las ovejas. Tengo también otras ovejas que no están en este redil; también a éstas tengo que atraerlas, para que escuchen mi voz. Entonces se formará un único rebaño, bajo la guía del único Pastor» (Juan 10, 1-17).

El contexto de la parábola es éste: Los pastores del tiempo de Jesús dejaban por las noches sus rebaños en un corral común, con un guarda. Era la manera más fácil de protegerlas de los ataques de los lobos o de los ladrones. Al amanecer, antes de salir el sol, cada pastor recogía sus propios animales y los llevaba a pastar. Cada pastor ha visto nacer y crecer a sus propios corderillos y los conoce bien. Incluso tiene un nombre para cada uno. Las ovejas también reconocen el olor y la voz de su dueño y no siguen a otro. Cada pastor entra en el recinto y llama a las ovejas por su nombre. Una vez fuera, las cuenta y, cuando están todas, camina delante de ellas para conducirlas a pastar al campo, haciendo oír su voz para que no se pierdan. A un extraño, sin embargo, no le siguen. Al contrario, tienen miedo de él y huyen de su presencia, porque no están familiarizadas con su voz.

El verdadero pastor se diferencia claramente de un asalariado. Éste último trabaja por dinero y no le importa la suerte de las ovejas. Esto se ve cuando llegan los lobos hambrientos a atacar el rebaño. Mientras que, en este caso, el dueño de las ovejas arriesga su vida por defenderlas a ellas, el mercenario huye, pensando sólo en salvarse a sí mismo. El buen pastor conoce a sus ovejas y es capaz de distinguir las suyas de las demás, conoce las necesidades concretas de cada una, sufre con ellas las inclemencias del tiempo y el cansancio de los desplazamientos, vela por su rebaño, lo proteje de los enemigos que lo amenazan, cura a las ovejas enfermas, alimenta con solicitud a las preñadas, dedica una atención especial a las más débiles.

Jesús es el verdadero Pastor bueno y generoso que conoce nuestros nombres, nuestras características personales, nuestra historia y que nos ama con un cariño único e irrepetible. Él viene a buscarnos para sacarnos del redil donde estábamos encerrados (la esclavitud del pecado y de la ley) y conducirnos a la libertad de los hijos de Dios. Nos habla, educándonos con sus enseñanzas. Quienes le escuchan saben que sólo Él tiene palabras de vida eterna (Juan 6, 68). Nos alimenta con su propio Cuerpo y su propia Sangre (Juan 6, 55). Nos regala el agua del Espíritu Santo, la única que puede saciar nuestra sed (Juan 4, 14). Nos conduce a la Verdad y la Vida (Juan 14, 6). Nos ha amado hasta el extremo (Juan 13, 1), manifestándonos lo ilimitado de su amor al dar la vida por nosotros (Juan 15, 13). La verdadera felicidad consiste en acogerle y seguirle, porque nadie va al Padre, sino por él.

«Yo conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; por eso me entrego por las ovejas». Jesús describe aquí su relación con los suyos. Entre Él y los creyentes se da el mismo conocimiento profundo e íntimo y el mismo afecto sincero y tierno, que entre Él y su Padre del Cielo. En la Biblia, el verdadero conocimiento no es una mera relación intelectual, sino la comunión en el amor. Conocer a alguien es comprender sus sentimientos más profundos, los motivos por los que actúa de una forma determinada. Tanto como el Padre conoce y ama a Jesús (con un conocimiento y un amor perfectos), Jesús nos ama a nosotros. «¡Oh, Jesús!, que me amas más de lo que yo me puedo amar a mí misma, ni entiendo» (Santa Teresa de Jesús). Nuestro único deseo es conocer cada día más y amar cada momento mejor a Jesús. Para eso escuchamos su voz, nos alimentamos y fortalecemos con la celebración de sus Sacramentos y seguimos sus pasos por los caminos de la vida.

Los creyentes estamos llamados a reconocer la voz de nuestro Pastor, que nos habla al corazón palabras de amor y de comunión íntima en el Cantar de los Cantares (2, 8ss):«¡La voz de mi Amado! Miradlo cómo viene saltando por los montes... Habla mi Amado y me dice: "Levántate, amada mía, preciosa mía, ven a mí. Que ya ha pasado el invierno, han cesado las lluvias y se han ido"... ¡Es tan dulce tu voz, tan hermoso tu rostro... Mi Amado es para mí y yo para Él».

«"Yo soy el Buen Pastor que conozco a mis ovejas", es decir, que las amo, "y las mías me conocen". Habla, pues, como si quisiera dar a entender a las claras: "Los que me aman vienen tras de mí". Pues el que no ama la verdad es que no la ha conocido todavía... "Quien entre por mí se salvará, y podrá entrar y salir, y encontrará pastos". O sea, tendrá acceso a la fe, y pasará luego de la fe a la visión, de la credulidad a la contemplación, y encontrará pastos en el eterno descanso. Sus ovejas encuentran pastos, porque quienquiera que siga al Señor con corazón sencillo se nutrirá con un alimento de eterno verdor. ¿Cuáles son, en efecto, los pastos de estas ovejas, sino los gozos eternos de un paraíso inmarchitable? Los pastos de los creyentes son la visión del rostro de Dios, con cuya plena contemplación la mente se sacia eternamente».
(S. Gregorio Magno. Homilía 14 sobre los Evangelios)

Nuestros poetas han desarrollado muchas veces el tema de Jesucristo, Buen Pastor, en sus poesías. A veces subrayan la idea de la oveja cargada sobre sus hombros, otras la de los silbos amorosos con que nos llama, el cuidado del pastor sobre sus ovejas, la protección y la alimentación; sin que falte la paradoja de que Jesús es al mismo tiempo el Pastor y el pasto (el alimento que se nos ofrece). Os propongo una pequeña selección entre las más hermosas de nuestro siglo de oro.

Pastor, que con tus silbos amorosos
me despertaste del profundo sueño,
Tú me hiciste cayado de ese leño
en que tiendes tus brazos poderosos.
Vuelve los ojos a mi fe, piadosos,
pues te confieso por mi amor y dueño
y la palabra de seguir empeño
tus dulces silbos y tus pies hermosos.

¡Oye, Pastor, que por amores mueres!
No te espante el rigor de mis pecados.
Pues tan amigo de rendidos eres,
espera, pues, y escucha mis pecados.
Pero, ¿cómo te digo que me esperes
si estás, para esperar, los pies clavados?

(Félix Lope de Vega)

Oveja perdida, ven

sobre mis hombros; que hoy
no sólo tu pastor soy,
sino tu pasto también.
Por descubrirte mejor
cuando balabas perdida,
dejé en un árbol la vida,
donde me subió el amor;

si prendas quieres mayor,
mis obras hoy te la den.
Oveja perdida, ven
sobre mis hombros; que hoy
no sólo tu pastor soy,
sino tu pasto también.

Pasto al fin tuyo hecho,
¿cuál dará mayor asombro,
el traerte yo en el hombro,
o traerme tú en el pecho?
Prendas son de amor estrecho,
que aún los más ciegos las ven.

Oveja perdida, ven
sobre mis hombros; que hoy
no sólo tu pastor soy,
sino tu pasto también.
(Luis de Góngora y Argote. A la Eucaristía)

A ti me vuelvo, gran Señor, que alzaste,
a costa de tu sangre y de tu vida,
la mísera de Adán primer caída
y adonde él nos perdió, Tú nos cobraste.

A ti, Pastor bendito, que buscaste
de las cien ovejuelas, la perdida
y, hallándola del lobo perseguida,
sobre tus hombros santos te la echaste.

A ti me vuelvo, en mi aflicción amarga
y a ti toca, Señor, el darme ayuda;
que soy cordera de tu aprisco ausente
y temo que a carrera corta o larga,
cuando a mi daño tu favor no acuda
me ha de alcanzar esta infernal serpiente.

(Miguel de Cervantes Saavedra)


¡Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
en soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro!

Los antes bienhadados
y los ahora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de ti desposeídos,

¿a dónde volverán ya sus sentidos?
¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura
que no les sea enojos?
Quien gustó tu dulzura,
¿qué no tendrá por llanto y amargura?
Y a este mar turbado

¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al fiero viento, airado,
estando tú encubierto?
¿Qué norte guiará la nave al puerto?

Ay, nube envidiosa
aun de este breve gozo, ¿qué te quejas?
¿Dónde vas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!

(Fray Luis de León. A la Ascensión del Señor)

S. Juan de la Cruz, en un bellísimo poema titulado «el Pastorcito», presenta a Jesucristo como un Pastor enamorado de una pastora (tú y yo, cada ser humano), que deja su patria y sus seguridades y se introduce en tierra extranjera y hostil para ir a buscarla. Se encuentra triste y afligido porque su amor no es correspondido. No le importan los sufrimientos que le causa el amor: las incomodidades del viaje, los malos tratos, la herida del corazón o la misma muerte; sino la ingratitud de su amada, el desagradecimiento, el olvido y el rechazo. Finalmente, llevando a plenitud la historia de su amor, extiende los brazos en el árbol de la Cruz, donde muere de amor, entregando voluntariamente su vida por su amada. Que este texto nos haga reflexionar y enamorarnos de aquél que nos ha amado primero y ha derramado su sangre por nosotros.


Un Pastorcico solo está penado
ajeno de placer y de contento
y en su pastora ha puesto el pensamiento,
el pecho, del amor, muy lastimado.

No llora por haberle amor llagado,
que no le pena verse así afligido
-aunque en el corazón está herido-
más llora por pensar que está olvidado.

Que sólo de pensar que está olvidado
de su bella pastora, con gran pena,
se deja maltratar en tierra ajena,
el pecho del amor muy lastimado.
Y dice el Pastorcito: ¡Ay, desdichado
de aquél que de mi amor ha hecho ausencia
y no quiere gozar la mi presencia!
Y el pecho, del amor muy lastimado.

Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado
sobre un árbol do abrió sus brazos bellos
y muerto se ha quedado, asido dellos,
el pecho, del amor, muy lastimado.

(S. Juan de la Cruz)

Para ayudarte en tu reflexión personal: Como hemos visto, ser miembros del rebaño de Cristo no significa tomar una actitud «gregaria» (hacer sólo lo que hacen los demás, abandonar las propias responsabilidades en manos de otros), sino saber que Jesús se ocupa de una manera personal de mí. Yo soy importante para Él. Le interesan mis problemas y mis alegrías, mis sufrimientos y mis esperanzas. Él me alimenta con el Pan de la Santa Cena, calma mi sed más profunda, cura mis heridas, me toma en brazos cuando caigo... ¿Soy consciente de que si él está conmigo, nada me falta? ¿Me alimento frecuentemente con su Cuerpo y su Sangre? ¿Dejo que cure mis heridas con el Sacramento de la Reconciliación? ¿Reposo junto a él en la oración asidua y frecuente? ¿Camino por sus sendas? ¿Escucho su voz, estudiando su Palabra en la Sagrada Escritura? ¿Me apoyo en su cayado, que es la Cruz, para caminar? ¿Me atrevo a atravesar con él el valle de la muerte? ¿Me siento acompañado por su bondad y su amor todos los días? ¿Vivo gozosamente la esperanza de que un día habitaré en su Casa por años sin término?



COMENTARIO AL CUADRO DEL BUEN PASTOR QUE TIENEN LAS TERESIANAS DE ÁVILA

«El Buen Pastor». Pintura realizada por la Hermana Consuelo de Jesús Bordas Piferrer (1922-1971), de la Compañía de Santa Teresa, en 1961. El original se conserva en la casa de ejercicios de las Teresianas de Ávila y mide 68 x 50 cm.
El cuadro representa a Jesús, de medio cuerpo, vestido como un pastor de Galilea, con una túnica marrón y una tela blanca sobre la cabeza. Lleva un bastón en su mano izquierda y una oveja sobre los hombros. En las palmas de las manos se pueden ver las señales que le dejaron los clavos en la Cruz. Apoya tiernamente su cabeza sobre la oveja y ésta, a su vez, le lame cariñosamente la llaga de la mano. Una aureola de luz rodea totalmente la cabeza del Señor. Jesús tiene una expresión de cansancio y de gozo, al mismo tiempo. Cansancio, porque ha tenido que caminar y padecer mucho hasta encontrar a la oveja extraviada. Gozo por el reencuentro con aquélla a la que ama más que a sí mismo. «Yo he venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lucas 19, 10).

La oveja representa a cada uno de nosotros, alejados del Pastor y del rebaño, buscando nuevas experiencias, queriendo afirmar nuestra propia personalidad por nuestra cuenta, al margen de la Iglesia. Lejos de Jesús hemos descubierto que el mundo está lleno de lobos, de chacales, de águilas. Hemos podido comer mucho, pero los alimentos no terminaban de saciar nuestra hambre más profunda. Hemos bebido de muchas fuentes y cisternas, pero el agua no acababa de saciar nuestra sed interior. Hemos frecuentado otros rebaños, pero en ninguno terminábamos de sentirnos totalmente «en casa». En el momento oportuno, hemos vuelto a Jesús, que nos ha cargado afectuosamente sobre sus espaldas. «Nosotros éramos como ovejas descarriadas, ahora hemos vuelto al Pastor y Guardián de las ovejas» (1 Pedro 2, 25).


 SOLI DEO GLORIA
RUBEN DARIO DAZA B.

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