Ya transcurrida la cena pascual, el evangelista Mateo narra las siguientes palabras –tan importantes y claves– pronunciadas por Cristo al asomarse el cierre de su ministerio terrenal: "Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, se la dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que va a ser derramada por muchos, para remisión de los pecados" (26:27-28).
De manera paralela, el evangelista Marcos nos narra ese mismo momento clave del ministerio de Cristo así: "Luego tomó una copa, dio gracias, y les dio: y bebieron de ella todos. Y les dijo: Esto es mi sangre del pacto, que es derramada en favor de muchos" (14:23-24).
El evangelista Lucas, escribiendo su primera carta al excelentísimo Teófilo –y así a la iglesia en general– para instruirle sobre la vida de Cristo, dijo lo siguiente tocante a este momento tan significativo en esas horas finales de la obra terrenal de Cristo justo antes de su muerte: "De igual manera, después de haber cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama" (22:20).
que por vosotros se derrama." Lucas 22:20
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Asumo que todo verdadero cristiano ha escuchado estas palabras inspiradas en estos tres Evangelios que, juntas, forman esta narración bíblica tan descriptiva de lo que aconteció aquella noche cuando, apenas horas antes de su crucifixión, Cristo entró en aquel salón comedor para participar, junto a sus discípulos, de la cena de la pascua y salió, varias horas después, habiendo participado y establecido lo que hoy conocemos generalmente como la "Cena o Mesa del Señor", la "Santa Comunión", etc. Fue ése el lugar y el momento histórico en que lo prefigurado por tantos siglos –en la cena pascual y los sacrificios de animales– se manifestó en forma de figura por última vez dando así lugar –en cuestión de breves horas– al evento tan esperado: el sacrificio final y perfecto del unigénito Hijo de Dios, siendo él tanto Sacerdote como el Cordero verdadero.
Digno es de notar que, tal como el Cordero de Dios habría de morir en la cruz al siguiente día como sustituto (sufriendo el castigo determinado por la ley de Dios sobre los sustituidos) a la vez que su sangre derramada sería presentada y recibida como ofrenda y sacrificio suficiente, perfecto y completo (que establece el nuevo pacto prometido por Dios), esa noche la cena pascual (ceremonia anual que señalaba hacia el Cordero eterno cuya sangre redentora se vio en figura por medio de la sangre de un animal sobre el dintel de una puerta) dio lugar a una nueva cena recordatoria, a saber: la cena del Señor. En esa ocasión Cristo identificó la copa de la cena como el símbolo de su propia sangre, fundamento del nuevo pacto prometido y el medio por el cual su iglesia habría de recordar con regularidad dicho pacto nuevo y la esperanza futura de ver cara a cara a nuestro Salvador, Rey de reyes y Señor de señores.
Dicho de manera breve, resumida: La cena acontece según lo tradicional de la ceremonia pascual. Luego, dos de los elementos (pan y vino) de dicha cena son presentados por Cristo con la nueva simbología de su propio cuerpo y sangre que dentro de poco se sacrificarían en la cruz. Al morir en la cruz, Cristo sufrió el castigo impuesto bajo el rigor del pacto antiguo dado por Dios a la vez que derramó su sangre que es el fundamento del nuevo pacto.
Podríamos decir que ese momento fue algo así como un puente entre lo antiguo y lo nuevo, lo que estaba por terminar y lo que estaba a punto de nacer. Y decimos nacer sólo en el sentido de aquello que tomó forma, habiendo sido concebido mucho, pero mucho antes –en la eternidad– en la mente del trino Dios. Lo viejo no cesó para que luego comenzara lo nuevo. ¡No! De uno se pasó al otro. Fue algo así como una metamorfosis... no igual, pero, similar. El pan y el vino de la cena pascual vinieron a ser el pan y el vino ilustrativos de su cuerpo molido y su sangre del nuevo pacto. Así, en su muerte de cruz, sufrió el castigo de la ley, cumpliendo y satisfaciéndola a la vez que daba su sangre para establecer ese glorioso nuevo pacto entre él y su Padre, siendo su iglesia la beneficiaria eterna de dicho pacto. No ocurrieron dos eventos separados entre sí; ¡no! Ambos ocurrieron en la misma cruz, a la misma vez, en el mismo Salvador. ¡Glorioso misterio!
Este glorioso y terrible evento de la muerte de Cristo fue necesario en el plan eterno de Dios no meramente para que su Hijo derramase sangre redentora en una cruz sino que derramase la única sangre adecuada para el establecimiento de un pacto nuevo. Vuelva y lea, con gran detenimiento, los textos que arriba citamos. Observe que Cristo no sólo le dijo a sus discípulos: "...esta es mi sangre que daré por muchos..." Tampoco sólo dijo: "...esta es mi sangre... para la remisión de pecados." Observe con gran cuidado que en las tres narraciones Cristo también identificó su sangre como "sangre de un pacto", en dos de ellas señalando con gran especificidad el término "nuevo", a saber: "...mi sangre del nuevo pacto" o "...el nuevo pacto en mi sangre."
Estas no son palabra insignificantes ni detalles superficiales de la narración; Dios nos libre de tal pensamiento o conclusión. Toda palabra en la Biblia es inspirada; aun el detalle más pequeño de la Escritura inspirada del Espíritu de Dios tiene su propósito o fin. Las palabras "nuevo pacto" no son un detalle pequeño. Son términos que identifican específicamente la naturaleza de la función de esa sangre y su identificación innegable con el establecimiento de un pacto que Dios llama nuevo, y en Hebreos 8:6, mejor.
sobre mejores promesas." Hebreos 8:6 ______________________________________
Tal vez el lector se pregunte: "¿Por qué tanto énfasis en estas palabras, si con claridad meridiana se ve que así lee el texto, y nadie va a negar que aquí Cristo habla de un nuevo pacto en su sangre? Respondemos a tal pregunta así: Es cierto que el texto es muy claro. No se pueden cerrar los ojos, la mente y el corazón al hecho de que esas palabras están ahí. Sin embargo, no sólo es posible sino una triste y trágica realidad, pues, en nuestros tiempos existe un cuerpo de enseñanza y práctica evangélica que no acepta estas palabras como descriptivas de un nuevo pacto que literalmente sustituyó (tomó el lugar) y puso fin a un pacto llamado viejo, o antiguo. Veamos lo que dice Jeremías 31:31-34
31 Vienen días —afirma el Señor— en que haré un nuevo *pacto con el pueblo de Israel y con la tribu de Judá.32 No será un pacto como el que hice con sus antepasados el día en que los tomé de la mano y los saqué de Egipto, ya que ellos lo quebrantaron a pesar de que yo era su esposo —afirma el Señor—.
33 Éste es el pacto que después de aquel tiempo haré con el pueblo de Israel —afirma el Señor—: Pondré mi *ley en su *mente, y la escribiré en su *corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.34 Ya no tendrá nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano: "¡Conoce al Señor!" , porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande, me conocerán —afirma el Señor—. Yo les perdonaré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados.
33 Éste es el pacto que después de aquel tiempo haré con el pueblo de Israel —afirma el Señor—: Pondré mi *ley en su *mente, y la escribiré en su *corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.34 Ya no tendrá nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano: "¡Conoce al Señor!" , porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande, me conocerán —afirma el Señor—. Yo les perdonaré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados.
Para entender por qué esto es algo tan serio y peligroso a la fe de Cristo y una vida victoriosa en él, es necesario examinar con gran detenimiento esa frase "nuevo pacto en su sangre" para así poder conocer el porqué Cristo identificó aquí tan claramente el nuevo pacto y cuál es su razón de ser y relación, si alguna, a la iglesia de Cristo.
Consideremos, pues, en primer lugar, por qué Cristo especificó aquella noche que su sangre, simbolizada en el vino en la copa, era la sangre no meramente de "un" nuevo pacto sino la sangre "del" nuevo pacto.
Comencemos observando que identificar un pacto como nuevo implica la existencia de un pacto previo, antiguo, viejo. Es un término que establece contraste. Aunque el sentido común, o lo que algunos llamarían "lógica", nos dice que ésta es la clara implicación, no descansemos en tal uso de la razón en este punto. Veamos lo que dice Hebreos 8:6-13 (citaremos sólo parte): "...es mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas (6). Porque si aquel primero hubiera sido sin defecto, no se hubiera procurado lugar para el segundo (7). ...vienen días en que concertaré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto... (8). Al decir: Nuevo pacto, ha dado por anticuado al primero; y lo que se da por anticuado y se envejece, está próximo a desaparecer (13)."
al primero..." Hebreos 8:13
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Habiendo el verso 6 identificado a Cristo como el Mediador de un pacto que es "mejor" (entiéndase el pacto en su sangre ilustrado en el vino de la copa), lo que necesariamente establece un contraste con un pacto de calidad inferior (inferior no en su contenido, ya que fue dado por Dios, sino en su función limitada e incapacidad de producir vida espiritual por causa del pecado inherente del hombre), el v. 13 identifica el nuevo pacto y lo contrasta con un primer, anticuado y viejo pacto que está por desvanecerse. Ese, amigo lector, es el consistente testimonio bíblico al efecto, totalmente incontrovertible.
Al considerar el uso del término "pacto" en el Antiguo Testamento (Pacto) recordemos que allí se habla de más de dos pactos. Se habla del pacto que Dios hizo con Noé en el que prometió no destruir más la tierra en agua y su señal, el arco en el cielo (Génesis 9:12-13); el pacto con Abraham y su simiente y su señal, la circuncisión (Génesis 17:11); el pacto Mosaico con Israel establecido con ellos cuando los sacó por la mano de Egipto y su señal, el sábado (Exodo 31:16-17). Con éstos ya tenemos tres pactos, más el nuevo señalado por Cristo, para un total de cuatro. Nos preguntamos, pues: Al hablar Hebreos de un pacto nuevo que da por concluido al viejo, ¿de cuáles dos está hablando? ¿Cuál es el nuevo y cuál es el antiguo que envejece? En la diferencia entrambos está el corazón del evangelio de gracia en la sangre de Cristo.
para sacarlos de... Egipto..." Hebreos 8:9 __________________________________
Al buen entendedor con pocas palabras basta. Los versos 8 al 11 de Hebreos 8, que no son otra cosa que una cita directa del profeta Jeremías en el 31:31-34, establecen más allá de toda duda que ese pacto anticuado, que "envejece" y desaparece ante la entrada gloriosa del nuevo, es aquel pacto que Dios "hizo con los padres cuando los tomó por la mano para sacarlos de Egipto" (Heb. 8:9; Jer. 31:32). Dios ha sido muy claro en su palabra al instruirnos en cuanto a la duración limitada, la remoción de ese pacto antiguo tan vital para la relación de Israel con Dios en aquellos tiempos y el establecimiento de un nuevo pacto en la sangre de Cristo que pone fin al antiguo, sustituyéndolo con algo mejor debido a que descansa sobre mejor fundamento y comunica mejores promesas.
Ese pacto tuvo su comienzo en el Sinaí, varios miles de años después de la aparición de nuestros primeros padres (Adán y Eva), y llegó a su final cuando Cristo estableció, con su sangre, el nuevo pacto que dio a este último por terminado. Rechazar esta gloriosa verdad es cerrar los ojos a las claras palabras de Dios y sustituir dicha verdad con las palabras de hombres errados, ciegos, por bien intencionados que sean.
Antes de considerar la naturaleza espiritual de estos dos pactos, las diferencias entre sí y la razón de ser de un nuevo pacto en la sangre de Cristo, veamos varios detalles de suma importancia acerca de ese pacto antiguo. Ya hemos dicho que en su contenido, a saber, el contenido textual o hablado, no había nada que fuese inferior. Fue Dios quien dio ese pacto a Israel a través de Moisés. Dios siempre ha sido el mismo; él no cambia. Y todo lo que él requirió de Israel mediante ese pacto antiguo (los Diez Mandamientos, las diez palabras en tablas de piedra) era absolutamente santo, por lo que desobedecer cualesquiera de sus partes, así su señal especificada y requerida en el cuarto mandamiento como los demás mandamientos, fueran de carácter ético, moral, familiar, civil, de salud, etc., era pecar contra Dios por la sencilla razón de que él les dio sus leyes santas para que, a través de la obediencia a las mismas, ellos le honrasen.
las tablas del pacto que Jehová hizo con vosotros..."
Deuteronomio 9:9
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Los Diez Mandamientos constituían en sí los términos del pacto que Dios estableció con su pueblo Israel el día que los sacó por la mano de Egipto. Atribuirle a estos mandamientos un carácter contrario al de un pacto establecido por Dios con Israel en el Sinaí es violentar las claras palabras de la Biblia referentes a los mismos, es ir contra el testimonio divino. Cualquier sistema doctrinal que intente mantener vigentes dichos mandamientos (en su carácter como los términos del antiguo pacto) sobre la conciencia de un cristiano muestra, en tan vano intento, un serio y total desconocimiento de lo que el Nuevo Testamento enseña sobre la naturaleza del pacto nuevo y un abierto rechazo (aunque sea por ignorancia) de las palabras de Cristo tocantes a su sangre del nuevo pacto.
Veamos brevemente la evidencia ineludible de que los Diez Mandamientos constituyeron aquel pacto antiguo que comenzó en el Sinaí y caducó en la cruz de Cristo. En Deuteronomio 9 leemos:
"Cuando yo subí al monte para recibir las tablas de piedra, las tablas del pacto que Jehová hizo con vosotros, estuve cuarenta días... y me dio Jehová las dos tablas de piedra escritas con el dedo de Dios; y en ellas estaba escrito según todas las palabras que os habló Jehová en el monte... (9-10) ...al fin de los cuarenta días... Jehová me dio las dos tablas de piedra, las tablas del pacto (11) ...y descendí del monte... con las dos tablas del pacto en mis dos manos" (15).
Acerca del arca se nos dice: "En aquel tiempo apartó Jehová la tribu de Leví para que llevase el arca del pacto de Jehová..." (Deuteronomio 10:8)[1]. Aun el arca, en el cual Dios ordenó se colocaran las tablas de piedra o tablas del pacto, era conocido como el "arca del pacto". ¿Por qué? Por la sencilla razón de que en su interior estaban colocadas las piedras, o tablas del pacto en las cuales estaban escritos los diez mandamientos, o palabras del pacto mosaico. Allí dentro no estaba encerrada una tal llamada "ley eterna de Dios"; ¡No! ¡Sólo las palabras del pacto, en lo que a documentos se refiere!
A estas palabras de Deuteronomio 10 agregue las ya citadas de Hebreos 8:6-13 y tendrá un cuadro completo de lo que era el pacto antiguo y lo que le aconteció a raíz del establecimiento del pacto nuevo en la sangre de Cristo. Entre ambas porciones queda claro que lo establecido en el Sinaí (el pacto antiguo) es lo viejo que está por desvanecerse. En nuestro país decimos que "más claro no canta el gallo".
Pretender atribuirle a estos mandamientos un carácter contrario al de un pacto establecido por Dios en el Sinaí y perpetuar la existencia de aquello a lo cual Dios explícitamente le puso fin (en la muerte de Cristo en la cruz) no es otra cosa que rechazar el testimonio de la Palabra de Dios al respecto y sustituir en su lugar algo contrario a la revelación divina. No vemos cómo podemos llegar a otra conclusión que no sea ésta, a saber: que tal pretensión es puro engaño del maligno quien, cual ángel de luz, sutilmente se viste como amigo de las diez palabras en tablas de piedra con tal de destruir, si le fuera posible, la verdad indestructible del fundamento de la iglesia de Cristo: su sangre del nuevo pacto.
Es triste ver cómo hermanos en la fe tropiezan en estas cosas, probablemente por tener como sus luces iluminadoras los escritos de hombres buenos, aunque a veces equivocados, en vez de la Palabra inspirada de Dios. A menudo oramos por amigos y hermanos que están hoy atrapados en tan terrible error, pidiendo a Dios su misericordia e iluminación en los mismos a fin de que se zafen de ese lazo engañador que los ha llevado a creer, practicar y predicar lo que sin lugar a duda es ese otro evangelio que no es evangelio (Gálatas 1:6-8).
En lo que a la naturaleza espiritual del pacto antiguo se refiere, Dios mismo nos enseña que "la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la representación misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios de una vez, no tendrían ya ninguna conciencia de pecado. Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados; porque la sangre de los toros y los machos cabríos no puede quitar los pecados... pero Cristo, habiendo ofrecido un sólo sacrificio por los pecados, para siempre se ha sentado a la diestra de Dios" (Hebreos 10:1-4, 12).
a los que se acercan..." Hebreos 10:1
Anticipándonos a un pasaje bíblico que citaremos más adelante, el apóstol Pablo nos asegura, por el Espíritu de Dios, que "la letra mata, mas el espíritu vivifica" (2 Corintios 3:3-8). Quede claro a todos que el testimonio paulino enfatiza el hecho irrefutable de que el pacto antiguo (la letra) sólo producía muerte, por lo que Dios estableció en la sangre de su Hijo un pacto nuevo, administrado por su Espíritu, que produce vida en vez de muerte. Un ministerio de muerte jamás podrá producir vida, gozo, paz y santificación progresiva al cristiano, por más que se intente. ¡Sólo produce muerte! ¿Está usted oyendo al apóstol Pablo, amigo lector?
Estos pocos textos son una pequeña muestra de la evidencia bíblica que, fuera de toda duda, corrobora que el beneficio espiritual del pacto antiguo era uno temporero, en necesidad de renovación anual hasta que llegase, precisamente, el sacrificio perfecto del Cordero que ahora está sentado sobre el trono eterno. ¿Por qué era necesario un nuevo pacto? Porque el viejo no podía quitar el pecado. No se equivoque en esto, amigo lector. Ese pacto fue establecido por Dios: su contenido perfecto, en cuanto reflejaba su santidad. La inhabilidad de dicho pacto reflejaba, por su parte, la incapacidad del hombre pecador de poder cumplir sus requerimientos espirituales, por lo que era un ministerio de muerte. Aun así, Dios planificó revelar, a través del constante ritual del pacto viejo que un día habría de pasar a la historia, la naturaleza del nuevo pacto prometido.
El sacerdocio, el sacrificio, la sangre... todo cuanto en ese ritual ocurría, señalaba hacia Cristo. Recuerde cómo la sangre era esparcida sobre el propiciatorio, colocado éste entre medio de las tablas de piedra en el arca y la mirada de un Dios soberano y santo que no toleraba, ni aun tolera, el pecado. Sólo esa sangre podía aplacar la ira de Dios. Así, sólo la sangre de Cristo podía obrar reconciliación con Dios, abriendo el camino a la comunión con él por toda la eternidad. Y esa sangre es su sangre del nuevo pacto. En esto vemos la clara diferencia entre los pactos. El antiguo, hecho con los hombres, no podía salvar por causa del pecado; el nuevo, hecho entre el Hijo y su Padre, puede salvar eternamente.
Es vital, para un entendimiento del nuevo pacto en la sangre de Cristo, entender la naturaleza del pacto antiguo para así estar firme ante la trampa del maligno que, tal como atacó a la iglesia en Galacia, nos atacará a menudo, instándonos a sacrificar la verdadera libertad que hay en Cristo en el altar de algún requerimiento mosaico, sea cual sea. Y, en el día que vivimos, ese rudimento de la carne suele siempre ser la observación ritualista del sábado (consonante con la rigidez y limitación impuesta tanto por la legítima Ley Mosaica del pasado -vieja y ya desaparecida- y/o sus aberraciones), mudado hoy día al "día del Señor" (domingo)... día que, sin relación al pacto antiguo, tiene su precedente en el Nuevo Testamento. El gran problema, sin embargo, no es sencillamente el hecho de que se observe o no un día, sino lo que da lugar a tales requerimientos extra bíblicos, a saber: el rechazo de que un pacto nuevo -aquel establecido en su sangre- dio por terminado el viejo que sí requería dicha observación.
Resumiendo lo que hasta aquí hemos visto, concluimos que el pacto antiguo, que se da por caducado con el establecimiento del nuevo en la sangre de Cristo, es precisamente el pacto establecido con Israel en el Sinaí, a saber: el pacto mosaico, los Diez Mandamientos. Ese pacto no fue modificado, mejorado ni cristianizado. Fue anulado.
Su vigencia, determinada por Dios, llegó a su final. Aquellas sectas religiosas que observan rigurosamente el día sábado (séptimo) como su día de descanso y congregación son más consistentes que aquellos cristianos que alegan, sin base o evidencia bíblica alguna, que el sábado, con todo su rigor, fue mudado al domingo, o primer día. De hecho, si el pacto mosaico (los Diez Mandamientos, o más bien, el pacto antiguo) no fue sustituido por uno nuevo y su vigencia aun permanece, cualquier cambio o alteración a la misma conllevaría el más severo castigo de Dios, pues dicha ley, o pacto, prohibía cambio alguno so pena de muerte; y, esa prohibición jamás fue anulada con tal de abrir la ley del pacto a interpretación personal (o la libertad de consciencia del creyente) en lo que a los diversos requerimientos mosaicos respecta.
La verdad es que el pacto antiguo nunca ha sufrido cambio alguno (y en esto, como en lo demás, descansamos en el testimonio bíblico); las tablas de piedra no fueron modificadas para así contemporizarlas; la Ley Mosaica jamás ha sido enmendada. En aras de ser justos y honestos ante la Palabra de Dios y los hombres, es necesario escoger entre las únicas dos alternativas posibles que pudieran imponer las Escrituras: O el pacto antiguo está vigente y su rigor y condenación pesan contra nosotros o el pacto nuevo en la sangre de Cristo dio por terminado el antiguo, suplantándolo con sus mejores promesas que descansan en sangre derramada de un Redentor eterno. Nosotros creemos, predicamos y defendemos, sin temor alguno, que el pacto nuevo en la sangre de Cristo dio fin al antiguo cuando en la cruz él murió bajo la condenación del mismo, habiendo vivido la perfección que exigía y ganado para su iglesia la justicia eterna que prometía.
Aquella postura doctrinal que asegura que la iglesia se rige por las normas de las tablas de piedra desafía abiertamente las enseñanzas del Nuevo Testamento tocante al pacto nuevo. Es un grave y serio peligro para la iglesia, pues, cual los judaizantes en Galacia y Antioquía, intenta imponer sobre las conciencias de almas lavadas en la sangre de Cristo la rigurosidad de partes de una ley que por ser los términos de un pacto antiguo -ya caducado hace casi dos mil años- sólo contribuye a fomentar el desarrollo de un espíritu farisaico, infeliz e inseguro que tan a menudo vive en el temor del juicio de Dios ante cualquier posible desliz o tropiezo espiritual en que se haya podido incurrir.
No se crece en gracia bajo la dictadura en la conciencia de una ley ya caducada. Esto es volver a ser sujetos al yugo de esclavitud (Gálatas 5:1). Lea con detenimiento la epístola de Pablo a los gálatas. Verá, con la ayuda de Dios, que la razón de ser de esa carta fue, específicamente, ayudar a despertar a esos hermanos que, ya libres en la sangre de Cristo del nuevo pacto, caían paulatinamente bajo las imposiciones de aquellos que, a la vez que aceptaban el "evangelio de Cristo", los enyugaban nuevamente a la observación de días (sábados), circuncisión y otros aspectos variados de la antigua Ley Mosaica (Gálatas 4:9, 10).
yugo de esclavitud..." Gálatas 5:1
Imponer tales mandamientos sobre la conciencia de un cristiano no es sólo privarle de su libertad en Cristo y la dirección del Espíritu en su vida sino colocarle dentro de una especie de "camisa de fuerza" legalista donde los rigores de un pacto antiguo son impuestos a la fuerza sobre su conciencia, y donde dicha imposición de parte de hombres -así sea bien intencionada- jamás podrá producir y desarrollar el verdadero gozo de la salvación y libertad de espíritu.
Creemos que la libertad que tiene un cristiano ante el Señor, el disfrute del gozo de su salvación, tanto en su vida privada como en la adoración colectiva en la congregación de los santos, y el privilegio de servir y obedecerle por amor en vez del temor, no son meras casualidades o efectos secundarios de su relación salvadora a Cristo. Son el producto natural, intencionado de la obra del Espíritu en él o ella que descansa en el fundamento mismo de su salvación y esperanza, a saber: el nuevo pacto en la sangre de Cristo. Y, no es ésto un mero concepto teológico; es la esencia misma de su vida en Cristo, imposible de experimentar aparte de las provisiones en gracia de ese nuevo pacto.
Hablando de libertad, preguntémonos: ¿Qué es la libertad en Cristo? En la epístola que Pablo escribe a los gálatas con el fin principal de despertar a esas ovejas de Dios al peligro en que estaban cayendo bajo los engaños de los judaizantes, él les dice: "Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud" (5:1).
Entenderemos de qué libertad él habla al conocer cuál era ese yugo de esclavitud que con anterioridad los tenía presos. Ese yugo era la ley del pacto antiguo. Observaban días (todos los que se les requería observar), practicaban la circuncisión, guardaban las leyes dietéticas... El pacto antiguo requería absoluta obediencia a todo lo que Dios había ordenado, mas su pecado e imperfección les impedía cumplir lo requerido; ¡y una sola falta los hacía tan culpables como si hubiesen desobedecido toda la ley! (Santiago 2:10; Romanos 3:10; Gálatas 5:3)
En Cristo habían sido librados de la condenación de la ley. La libertad no era una que daba rienda suelta al disfrute de las pasiones carnales, según algunos ciegos enseñan a sus ovejas. ¡No! Era la libertad de ese yugo de servidumbre que nunca pudo ni jamás podrá dar lugar a paz de corazón y tranquilidad de conciencia. -"¿Habré pecado o no?" "¿Qué habré hecho que no recuerdo?" "No quiero caer bajo la ira de Dios."- El que procura vivir con la paz de Dios bajo los rigores de la ley del pacto antiguo (así lo llamen "pacto eterno") sólo logrará mantenerse en una constante inquietud de conciencia y corazón.
En gran medida, su seguridad de salvación descansará más en su evaluación subjetiva, personal de la obediencia que haya podido rendir a las normas espirituales establecidas para la nueva vida en Cristo que en una confianza objetiva en la redención completa y perfecta obrada por Cristo en la cruz cuando derramó su sangre del nuevo pacto. Su paz dependerá de saber a ciencia cierta que ha obedecido todo lo que Dios requiere de él o ella. Conozco personalmente a cristianos que vivieron bajo tales regímenes legalistas y dan fe de haber sufrido gran confusión, inseguridad y hasta depresión emocional... todo porque hubo quien los mantenía bajo el terror y el temor de la ley del pacto y el fuego de Sinaí.
La verdadera libertad del cristiano es ese estado de vida ante Dios en el cual se disfruta del sacrificio perfecto de Cristo en la cruz, seguro de que él cumplió o satisfizo los requerimientos de la ley. Disfruta de una justicia ganada por Cristo y otorgada a dicha oveja por la gracia de Dios. Desea agradar a Dios y, aun cuando tropieza en el pecado, viene confiadamente al trono de gracia donde halla misericordia y el oportuno socorro, no latigazos de una vara de ley y quemazones del fuego de Sinaí. Halla plena paz, pues sabe que Cristo es todo para él o ella: redención, justificación, santificación, adopción (1 Corintios 1:30). Crece en santidad pues el Espíritu santificador mora allí desde que creyó; ya no le teme a las amenazas de la ley pues éstas han sido calladas, apagadas por la sangre de Cristo del nuevo pacto.
Un muy conocido siervo de Dios de siglos pasados entendía esta verdad que aquí afirmamos. El Espíritu de Dios le había hecho comprender y amar la verdad bíblica del tema que aquí estudiamos.
Así, pues, para el deleite de su alma (y no como un argumento corroborativo, ya que la afirmación, evidencia y defensa de nuestra fe está solamente en las Escrituras) citamos su resumen tan perspicaz sobre la ley y lo que, a la luz de la Palabra eterna, esa ley era para él. Escribió así Juan Bunyan: (autor del clásico:
El progreso del peregrino)
- "Por tanto, cuando quiera tú, que crees en Cristo, oyes la ley con sus truenos y relámpagos, como si fuera a quemar el cielo y la tierra, dile: ESTOY LIBERADO DE ESTA LEY; estos truenos nada tienen que ver con mi alma; y aun esta ley, cuando truena y ruge, sólo puede aprobar la justicia que ya poseo. Sé que Agar a veces será mandona y altiva, hasta en la casa de Sara, y aun estará en su contra; pero esto se le permite, aunque Sara fuese estéril; por tanto, atiéndela como Sara la atendió, ARROJÁNDOLA DE SU CASA. Lo que quiero decir es: cuando la ley procure, con sus truenos, agarrarse de la CONCIENCIA, ahuyéntala con la promesa de GRACIA; grítale: "la casa ya está ocupada; el Señor Jesucristo mora aquí; NO HAY LUGAR para la LEY." Ahora bien, si se conforma con ser mi informante, y no mi JUEZ, estaré contento, teniéndola ante mis ojos y deleitándome en ella. De lo contrario, siendo yo justo aparte de ella, y eso, con una justicia que esa misma ley ve como buena, NO PUEDO, NI ME ATREVERÉ hacer de ella mi Salvador y Juez. TAMPOCO PERMITIRÉ QUE ESTABLEZCA SU GOBIERNO EN MI CONCIENCIA, pues, si así yo hiciera, HABRÍA CAIDO DE LA GRACIA, y DE NADA me aprovechará Cristo."[2]
Debemos señalar aquí que nos entristece saber que hay "maestros de ovejas" que insisten tenazmente en que lo único que Dios ha dado para santificar a su iglesia es la constante repetición de la ley de los Diez Mandamientos, o sea, las tablas de la ley o tablas de piedra. Ya hemos leído en la Palabra, sin embargo, que la letra sólo mata. Declarar lo que arriba citamos es atentar contra la misma Palabra de Dios. A los que así se expresan, preguntamos: ¿Y qué del Espíritu de Dios?
El Espíritu de Dios es Espíritu santificador. Las enseñanzas en el Nuevo Testamento, o la ley de Cristo, tocantes al ministerio santificador del Espíritu son tantas que uno se pregunta con gran tristeza: ¿Cómo es que quien profesa ser ministro de Dios y pastor de ovejas dentro de la economía de la iglesia de Cristo pueda desconocer tan rotundamente este ministerio tan particular del Espíritu de Dios? El afán ciego de querer mantenerse a si mismo y a las ovejas de Cristo sujetados a un código de ley que, como tal, caducó o a una tradición confesional debe ser lo que no permite a los tales ver las gloriosas promesas de Cristo tocante a la obra de su Espíritu. De todas maneras, asegúrese usted, amigo lector, que su fe descanse verdaderamente en Cristo y que vea diariamente en su vida la obra santificadora del Espíritu sin la cual usted jamás verá a Dios (Hebreos 12:14).
Al señalar en repetidas ocasiones que el pacto antiguo caducó como tal, significamos con ello que su condición como 'el pacto que estableció la relación entre Dios y el pueblo hebreo' cesó cuando Cristo estableció el nuevo pacto en su sangre. Bajo ningún concepto deberá entenderse por ello que el contenido espiritual de las palabras en las tablas de piedra dejó de existir. Por el contrario, nueve de las diez se encuentran dentro de la ley de Cristo (Gálatas 6:2) del Nuevo Testamento, expresadas en variadas maneras, a veces amplificadas de tal manera que su alcance es mayor. El único mandamiento que no se reitera bajo la ley de Cristo es la señal del pacto antiguo que requería se guardase el séptimo día. El significado tipificado en dicha señal sale a relucir de manera especial en Hebreos cuando Cristo es presentado como nuestro verdadero reposo (Hebreos 4:1-3).
En fin, el creyente del nuevo pacto sabe, a través del testimonio bíblico, que su vida no descansa en que haya logrado guardar las palabras del pacto sino en que Cristo las guardó. Su obediencia perfecta a los mandamientos de Dios es lo que ha dado a la iglesia vida espiritual, esperanza y justificación. Podemos decir, de manera muy específica, que nuestra justicia es una ganada por obra, a saber: la obra y obediencia perfecta de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo cuando en la cruz dio su sangre del nuevo pacto.
Debemos señalar, también, que en términos generales -aunque hay algunas excepciones notables- la tradición teológica que sólo ve un pacto eterno, en vez de los dos ya descritos y corroborados en las Escrituras, cree así porque no acepta la revelación progresiva que las Escrituras tan claramente presentan. Al no aceptar que Cristo trajo mayor revelación a través de su mejor ministerio que estableció un mejor pacto que descansaba sobre mejores promesas -y esa es una correcta y honesta descripción de la postura teológica que aquí consideramos- dicha tradición se halla en la necesidad de argumentar que las normas mosaicas son estables, constantes, eternas e inalterables por lo que, aunque Cristo es aceptado como el unigénito Hijo de Dios y Redentor de su iglesia, es visto también como Aquel que vino para ponerle el sello de aprobación al código mosaico, haciendo del mismo uno perpetuo y eterno en lugar de ser el viejo que languidece ante el eminente establecimiento del nuevo pacto en su sangre.
Admitir que Cristo estableció un nuevo pacto en su sangre es admitir que el antiguo pacto dejó de ser. Por el contrario, -y en honestidad intelectual y espiritual esto no se puede negar- insistir en que el pacto antiguo (las diez palabras en las tablas de piedra) sigue siendo el código vigente en el corazón del creyente no es otra cosa que negar que Cristo haya establecido un nuevo pacto en su sangre. Y trágicamente, amigo lector, eso mismo es lo que muchos maestros enseñan en la iglesia hoy. Le pondrán un color bonito, lo endulzarán como puedan, intentarán legitimar tal concepto mediante la cita de teólogos del pasado que, como ellos, desconocían la verdad sobre este particular. Son muchos los que, sin titubeo alguno, enseñan que Cristo sólo introdujo una nueva administración de un "pacto eterno"... que, en efecto, no estableció un pacto nuevo en su sangre.
Insistimos en que tales dogmas no son otra cosa que ese "otro evangelio", esa perversión cuyos maestros, de acuerdo al Pablo inspirado, son anatema o malditos (Gálatas 1:8-9). Admitimos que su declaración es palabra fuerte; pero, ya es tiempo de que los que profesan fe en Cristo comprendan que tales dogmas de hombres deshonran y ofenden a Dios, pues, pervierten su evangelio. Sabemos que muchos cristianos sinceros aún no han llegado a comprender que están creyendo y propagando un "evangelio extraño". Sin embargo, su sincero desconocimiento no rectifica el error que cometen.
Para el colectivo de la iglesia y el creyente individual, las implicaciones prácticas de vivir en la realidad de lo que la sangre del nuevo pacto en Cristo ha obrado son muchas, muy claras y a la vez, tan preciosas. Vivir enyugados por un concepto legal que asegura que un día en particular tiene un valor espiritual mayor que los demás es desconocer la revelación que Cristo trajo al respecto. Ya hemos visto que la Biblia da fe de que la importancia del sábado mosaico no surgió por haber sido éste, supuestamente, un día intrínsecamente más moral que otros sino del hecho de que Dios lo estableció como la señal del pacto y requirió su observación. No aceptar el hecho de que ese día era señal del pacto y rechazar que dicho pacto caducó hará que hombres sinceros, bien intencionados, pero igualmente equivocados, sigan imponiendo sobre la consciencia del creyente la sumisión a los rigores prohibitivos, limitantes de tal sistema doctrinal ya que se insistirá en que ese día (o sábado mudado, sin el permiso de la ley, a domingo) conserva un valor espiritual intrínseco, mayor que otros días.
Esto resulta en prohibiciones irracionales, contrarias a la mente y el Espíritu de Cristo, en ese día. Abre la puerta a dogmas que enseñan que hay conducta y actividad que no es propia en ese día (aunque propia en los demás) porque viola tal o cual ley divina. Cierra la puerta al disfrute del gozo genuino que hay en Cristo por temor a "pecar" contra ese día, a la vez que impone antifaces rigurosos, serios que suponen un espíritu piadoso correspondiente al "día".
En nuestra experiencia hemos visto, con gran asombro y tristeza de corazón, cómo esta levadura farisaica a veces crea -en corazones sinceros que aman a Dios- un temor o miedo de en ese día cantar a Dios himnos, salmos y cánticos espirituales que en alguna manera pudiesen percibirse como demasiado alegres o gozosos, que no vengan de tal o cual época histórica de la iglesia, que no estén en tal o cual himnario o que contengan la sección llamada coro que, por repetirse numerosas veces durante el transcurso del himno, constituye, para los tales, una repetición vana.
Estoy seguro que no sienten esto último respecto al Salmo 136, que repite 26 veces la frase "Porque para siempre es su misericordia". De hecho, debemos señalar que la primera vez que ese salmo o cualquier otro salmo se cantó (recuerde: los salmos fueron los cánticos de los hebreos), no estaban leyendo el texto de una colección inspirada y recibida como tal desde siglos antes; surgieron como cánticos espontáneos de los salmistas; así, su uso se propagó entre el pueblo.
Al tener tanto miedo de ofender al Dios de la Ley Mosaica, se pierde la libertad de criterio y sensibilidad a la dirección del Espíritu de Dios, confiando así el criterio a otros hombres que "imponen", mediante sus "recomendaciones", los criterios que de manera similar recibieron de otros. Así, mantienen tradiciones que difícilmente pueden dar rienda suelta al gozo del Señor en la adoración y el gozo del Espíritu en el diario vivir. Todo esto porque, o por ignorancia o intención premeditada, se rechaza que la iglesia descansa sobre el fundamento del nuevo pacto en la sangre de Cristo. Así, se impone sobre las consciencias el rigor de una ley de pacto que hace tiempo caducó, con el trágico y tan dañino resultado de que siempre ejercerá su efecto, a corto o largo plazo, en las vidas que inocentemente, o a sabiendas, se someten a ella.
Debemos considerar, además, cuál ha de ser la postura evangélica, pastoral de los evangelistas, pastores y demás ministros de Cristo a la luz de que nuestra vida espiritual nos llegó, nuestro llamado se comunicó y nuestro ministerio Dios dado se desarrolla sobre el fundamento del nuevo pacto en la sangre de Cristo y no en un pacto viejo, caducado, ya reemplazado. Consideremos las palabras del apóstol Pablo en su segunda carta a los Corintios; prestemos cuidadosa atención a lo que nos dice:
nuevo pacto, no de la letra..." 2 Corintios 3:6 __________________________________
"Siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra sino en tablas de carne del corazón. Y tal confianza tenemos mediante Cristo para con Dios; no que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos capacitó como ministros de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, pero el espíritu vivifica. Y si el ministerio de muerte grabado con letra en piedras fue con gloria, tanto que los hijos de Israel no pudieron fijar la vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la cual había de perecer, ¿cómo no será más bien con gloria el ministerio del espíritu?... porque si lo que es pasajero tuvo gloria, mucho más glorioso será lo que permanece" (2 Corintios 3:3-8, 11).
Pienso que le será provechoso volver a leer esa porción antes de que siga con estas líneas. ¿Ve usted cómo el apóstol enuncia tan clara y enfáticamente la verdad de que él (y entiéndase los demás ministros verdaderos de Dios) era "ministro de un nuevo pacto"? Esas no son palabras huecas o adornos en su vocablo. ¡No! El establece aquí la clara, contundente y radical diferencia entre aquel tipo de ministerio que trata con la letra y las tablas de piedra y el que produce su efecto en tablas de carne del corazón. Esta distinción no
glorioso será lo que permanece." 2 Corintios 3:11
es superficial; va al corazón del evangelio que él predicaba. El no está comunicando una "letra que mata" sino un mensaje que "vivifica". Y, quede claro en su mente y corazón, amigo lector, que la distinción que aquí Pablo establece no es una en la que se admite la legitimidad de dos tipos de ministerios o enseñanzas, a saber: una de la letra (la Ley Mosaica) y la otra del Espíritu (el evangelio del nuevo pacto). ¡No... mil veces no! La distinción es entre un ministerio de la letra que mata y que ya no es, y el presente ministerio del Espíritu que se fundamenta en el nuevo pacto, que es el único y legítimo ministerio de la iglesia de Cristo.
Leer y entender estas palabras de Pablo es llegar a conocer que el único, verdadero ministerio espiritual en la iglesia de Cristo es aquel que descansa en, se nutre de y comunica a las ovejas de Cristo toda la gama de gloriosa verdad que encierra el nuevo pacto en la sangre de Cristo. Un ministerio, un pastoreo que persigue inculcar en los corazones de las ovejas de Dios la sujeción y el temor a una ley que, como pacto, caducó hace casi dos mil años cuando Cristo dejó establecido con plena satisfacción de espíritu (vea Isaías 53:11) el nuevo pacto en su sangre, no es otra cosa que un ministerio de muerte espiritual y de gloria opacada cuando se contrasta con la gloria del nuevo pacto. Justificar tal práctica sólo prolongará en tales iglesias el estado espiritual anémico al cual han sido introducidas y en el cual son sujetadas por espíritus dominantes, enseñoreadores (conducta prohibida – vea 1 Pedro 5:2) de la grey de Dios.
Creemos firmemente que hay verdaderos cristianos en tales lugares y con igual firmeza creemos que los tales son gálatas modernos que necesitan oir el mensaje liberador de un apóstol Pablo a fin de que se zafen del yugo de servidumbre en el cual están cautivos (Gálatas 5:1). Y esto lo decimos tanto de pastores como de ovejas en las iglesias. Tal como es imposible administrar la justicia de un país y reglamentar su funcionamiento ordenado con leyes que no sean las suyas propias, es imposible pretender nutrir a cristianos, comprados por la sangre de Cristo del nuevo pacto, con una ley que no sea la que Dios le haya dado a su iglesia con ese fin. Y, las Escrituras son muy, pero muy claras tocante al hecho de que la ley bajo la cual la iglesia vive es la de Cristo, del Espíritu, y no la de la letra escrita en tablas de piedra, a saber: los Diez Mandamientos, o tal vez más claro para algunos, la ley de Moisés.
Cabe preguntar aquí al amigo lector que es pastor, o aspira a serlo: ¿Ejerce usted, o aspira a ejercer, un pastoreo en el cual alimenta a las ovejas de Cristo, guiándolas por los delicados pastos del nuevo pacto en su sangre, o un pastoreo en el que ejerce la autoridad mosaica de las tablas de piedra sobre sus consciencias, constantemente confrontándolas con las tablas de la ley y el fuego de Sinaí? Es una pregunta libre de ironía, totalmente sincera, pues preguntamos a la luz de la práctica que por muchos años hemos visto en muchos lugares y países.
Preguntaremos lo mismo de otra manera: ¿Cree usted que la ley del antiguo pacto sigue siendo, hoy, el ayo que trae a cada cual a Cristo, o que esa ley "fue el ayo" (acción pasada) que, habiendo conducido a Cristo de una vez por todas, abrió el camino a la obra permanente, constante del Espíritu santificador a través de la sangre de Cristo? Conocemos ovejas del Señor que finalmente fueron libradas misericordiosamente de tales enseñoreadores, severamente heridas por el mal uso de la letra que mata, padeciendo de mala nutrición a mano de pastores que desconocían lo que en este texto Pablo declara ser el único, verdadero ministerio, a saber: el de ser ministros de un nuevo pacto.
Un querido hermano en Cristo, pastor de ovejas de Cristo, me dijo en una ocasión -y también ha escrito sobre el particular- que una vez él manejaba vigorosamente la letra que mata. Creyendo agradar a Dios, doblegaba a la obediencia y aparente espiritualidad a sus ovejas con las tablas de la ley. Un buen día, sin embargo, un amoroso miembro de su iglesia (mayor en edad y madurez espiritual) le dijo: "Pastor, nos está matando con el fuego de Sinaí. Háblenos del fuego purificador del Espíritu... háblenos de la cruz de Cristo." Dios usó a ese miembro para despertar a ese pastor a la verdad de las palabras de Pablo en 2 Corintios 3:6.
A quien nos diga: "Conocemos a hombres que creen que los Diez Mandamientos no son un pacto antiguo que caducó sino la misma esencia de la "ley eterna" de Dios quienes también creen y predican que sólo en la sangre de Cristo hay salvación eterna", respondemos: Sabemos que hay creyentes sinceros que han sido salvos por la gracia de Dios, creen en y predican la sangre de Cristo a la vez que creen y practican errores doctrinales muy serios y de amplio alcance. Conocemos esos sistemas teológicos que insisten en que los Diez Mandamientos comenzaron en el huerto del Edén en un llamado "pacto eterno", e insisten en que el sábado fue instituido allí para ser observado por todas las gentes hasta que Cristo venga.
No hay duda de que hombres buenos, que de veras conocen a Cristo, militan en tales sistemas de teología y propagan extrañas doctrinas aunque al presente no entiendan el error que cometen. Sin embargo, afirmamos que la vida espiritual que los tales poseen y evidencian no hace correcta la doctrina errada que enseñan. Recuerde: Pablo reprendió públicamente a un hijo de Dios, Pedro, por su pecado de hipocresía. Que Pedro amara a Dios y fuese un fiel siervo no lo dudamos; sin embargo, eso no le eximió de la reprensión divina, pública que mereció su desvío. ¿Somos nosotros, acaso, mejores que él?
Otro dogma enseñado tan a menudo por los sistemas teológicos aludidos surge de la narración sobre los Diez Mandamientos en Exodo 20. De allí arguyen (en las palabras alusivas al hecho de que Dios descansó luego de su trabajo en el séptimo día) que guardar el sábado (o "su nuevo sábado", el domingo) es un mandato obligatorio sobre todos los hombres en todas las edades. Parecen desconocer que la narración paralela tocante a las diez palabras en Deuteronomio 5 declara en el verso 15 -inmediatamente después de requerir la observación del séptimo día como sábado a Jehová- lo siguiente:
"Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y brazo extendido; por lo cual Jehová tu Dios te ha mandado que guardes el día del sábado" (5:15).
Esta narración en Deuteronomio 5 es la que, en el verso 22, concluye dicha información histórica así: "Estas palabras habló Jehová a toda vuestra congregación en el monte, de en medio del fuego, de la nube y de la oscuridad, a gran voz; y no añadió más..." Esta segunda narración de aquel momento histórico en que Dios estableció su pacto en el Sinaí es muy interesante y, sobre todo, importante, pues deja ver que nada más se añadió ni se podría añadir a esas leyes del pacto, con todo y el hecho de que aquí la razón para requerir el descanso nada tiene que ver con el descanso de Dios en la creación. ¿Vio usted ese detalle?
Las implicaciones que surgen de aquí son extremadamente importantes y muy reveladoras, pues imposibilitan sostener la tesis teológica del sistema del "pacto eterno" que insiste en que la ley del pacto (las diez palabras) nació en el Edén y que aún no ha caducado. Tratar livianamente estas realidades es un flaco servicio a la iglesia de Cristo, la cual se fundamenta no en un supuesto "pacto eterno" o pacto antiguo (su verdadero nombre) sino en el nuevo pacto en la sangre de Cristo.
En esto se insiste a pesar de que las Escrituras enseñan claramente que el pacto antiguo (los Diez Mandamientos - vea Deut.5:2,3) fue establecido en el Sinaí, igualmente su señal. Dicho sistema teológico insiste en que a pesar de que Cristo dijo "esta copa es mi sangre del nuevo pacto", no significa realmente que era un nuevo pacto sino una modificación o, preferiblemente, una "nueva administración" del llamado pacto eterno que data, supuestamente, desde el Edén.
Un problema serio en todo esto es que tal sistema insiste en sostener sus ideas aun ante el incontrovertible testimonio de la Biblia al contrario. Oramos por quienes creen y enseñan tal teología errada, pidiendo a Dios que quite la venda de sus ojos y corazones, pues, hasta entonces, no verán ni entenderán la verdad. Tal sistema no es otra cosa que una extensión del mal de los judaizantes, y contra el tal es necesario levantar el estandarte de la verdad de Dios y lidiar la buena batalla de la fe con amor y firmeza.
Contemplemos el siguiente cuadro que le presentaré. La iglesia local está reunida para participar de la Cena, o Mesa del Señor. Las instrucciones bíblicas se han leído y explicado; estamos a punto de tomar el pan y la copa en nuestras manos para, así, llevar a nuestra boca estos símbolos de la muerte de Cristo como Sustituto nuestro. El que preside tan solemne celebración, instituida por el mismo Señor Jesucristo, levanta en alto la copa con vino, lee el texto apropiado de la Palabra e invita a todos los presentes a beber de la copa; así, todos bebemos a la vez que, en profunda y espiritual meditación, damos gracias a Dios por haber enviado a su Hijo unigénito para dar su sangre por nosotros. ¡Hemos obedecido su palabra... hemos participado de la cena y nos ha sido de gran bendición! Luego de haber cantado un himno, nos retiramos del lugar.
Volvamos atrás por un momento. Cuando el que presidía la ceremonia leyó el texto alusivo a la copa, ¿cuál pasaje bíblico leyó? ¿Habrá leído en 1 Corintios 11:25: "Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre..."? ¿O habrá leído cualesquiera de los pasajes que encabezan este estudio? Todos declaran que Cristo dijo lo siguiente, a saber: "Esta copa es mi sangre del nuevo pacto". Si ahora hablo a un pastor de las ovejas de Cristo, le preguntaré con
1 Corintios 11:25
sinceridad: ¿Cree usted de veras lo que leyó? ¿Cree que la sangre de Cristo es de veras el fundamento de un nuevo pacto? ¿Cree que ese pacto nuevo dio por terminado el antiguo? Si de corazón no lo cree, convencido de que la iglesia de Cristo no descansa en leyes de un nuevo pacto en la sangre de Cristo sino en aquellas que provienen del Antiguo Testamento (bajo cualquier nombre que usted las identifique), usted podría estar participando bajo el aviso de 1 Corintios 11:29 que dice: "Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe su propio juicio".
Decimos así porque estamos convencidos de que ver en la sangre de Cristo solamente lo que atañe al aspecto redentor, sin poder ver el aspecto tan crucial y vital que la identifica como la sangre del nuevo pacto, es "no discernir el cuerpo del Señor". No vemos cómo puede ser de otra manera. Y esto lo consideramos algo de suma seriedad. Repetimos: No aceptar humildemente la verdad eterna de que la sangre de Cristo es el fundamento de un nuevo pacto, que rige y regula la vida y fe de su iglesia, es colocarse en la peligrosa posición de no discernir el cuerpo de Cristo y lo que su muerte significa, al menos en lo que al nuevo pacto respecta. ¿Y qué es el no aceptar el postulado bíblico de que la sangre de Cristo es la sangre de un nuevo pacto, aun cuando acepte que la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado, sino rechazar lo que Cristo dijo sobre el particular?
Repetimos: ¡esto es muy peligroso! No importa cuán sincero uno sea; no se trata de las bondades espirituales, personales del pastor o del creyente. Es asunto del testimonio de Cristo al efecto, grabado eternamente en las Escrituras inspiradas.
Repasemos, antes de concluir estas páginas, lo que Dios nos dice acerca de la sangre, en lo que a expiación de pecado se refiere. "Sin el derramamiento de sangre no hay remisión de pecado" (Hebreos 9:22). La economía del antiguo pacto giraba alrededor de una esperanza en la perfecta redención en la sangre del Mesías prometido, Cristo Jesús. La sangre del animal sacrificado, administrada por el sacerdote de turno, era un mero símbolo de la sangre perfecta que el Salvador derramaría en un futuro determinado. La sangre sobre el dintel de la puerta, a la vez que recordaba la misericordia de Dios aquella noche en Egipto, hablaba de aquel sacrificio futuro que aseguraría que la ira de Dios pasaría por alto a todo aquel que estuviese cubierto por la sangre del Cordero Redentor.
La figura del Mesías esperado siempre estaba presente en el sacrificio cotidiano... anual. La imperfección de la sangre animal y del sacerdocio que administraba dicho ritual daría lugar, en el día determinado por Dios, al Sacerdote y Cordero perfecto, el Unigénito de Dios. Al morir Cristo bajo el rigor de la ley, el sacerdocio y la ley que administraba sufrieron un profundo cambio: fueron anulados (Hebreos 7:12). El pacto antiguo sirvió el propósito para el cual Dios lo dio, así los sacrificios y sus administradores.
Sin embargo, una vez el Sumo Sacerdote Eterno, el Cordero de Dios, ofreció la ofrenda perfecta y final, la Palabra enseña que llegó a su final el pacto antiguo, así también su señal. Ya que la señal del pacto era, en efecto, uno de sus mandamientos (el 4to), queda claro que al caducar dicho pacto también caducó su señal. Cristo es el verdadero descanso (Hebreos 4) y su sangre el fundamento del nuevo pacto establecido entre él y su Padre. Por causa de este pacto nuevo, nosotros, la iglesia comprada, esposa del Cordero, disfrutamos el glorioso privilegio de ser hijos de Dios y descansar eternamente en él y su obra perfecta hecha en la cruz.
Levantar la copa en símbolo de la sangre de Cristo a la vez que se rechaza que él haya sustituido el pacto antiguo con uno nuevo en su sangre es desconocer el verdadero significado de su sangre y la naturaleza de ese pacto: es no discernir el cuerpo del Señor. Es, en efecto, una aberración de lo que en verdad Cristo obró a través de su sangre, no importa cuán sincero uno sea ante Dios. Dios nos ayude y tenga misericordia de nosotros a fin de que verdaderamente podamos conocer su gloriosa provisión para la iglesia a través de ese nuevo pacto y que, al participar de la copa, lo hagamos en verdadera celebración espiritual de ese nuevo pacto en su sangre.
Resumiendo nuestras respuestas a las preguntas formuladas al inicio de este estudio, podemos decir que Cristo dio énfasis al hecho de que su sangre era aquella del nuevo pacto porque fue ésa, precisamente, la obra que él vino a efectuar aquí, a saber: establecer ese nuevo pacto en su sangre. La razón de ser de dicho pacto obedece a que Dios había planificado establecer ese pacto perfecto desde antes de la fundación del mundo (lea 1 Pedro 1:19-20 sobre la sangre del Cordero redentor y Jeremías 31:31-34 sobre la reafirmación de ese pacto perfecto que vendría). "Salvar a su pueblo de su pecado" y "buscar y salvar lo que se había perdido" sólo era posible si, en efecto, quedara establecido dicho pacto nuevo en su sangre. Sin el mismo, aun estaría con nosotros "la sombra" que exigía sangre animal diaria, semanal, mensual, anual, por lo que no podía proveer paz y esperanza eterna. Su beneficio era sólo temporal.
Podemos decir, sin duda alguna, que la redención por sangre de su pueblo es el producto o resultado directo del establecimiento del nuevo pacto en su sangre, y no lo contrario, a saber: que el pacto se haya establecido debido a la redención de su pueblo. Recuerde, es el pacto establecido por Dios (ya sea el antiguo o el nuevo) que determina la relación que su pueblo goza con él. En su sabio plan redentor era menester presentar la figura, o modelo, de ese nuevo pacto a través del ritual del primero, o antiguo que en su tiempo daría lugar al ese pacto nuevo a por la muerte de Cristo en la cruz.
Así, por causa de su sangre del nuevo pacto, la iglesia vive libre de condenación, crece en santidad y vive anticipando el día en que, como esposa sin arruga ni mancha, verá a su glorioso Esposo, el Cordero Redentor, Jesucristo. Las diez palabras del pacto no podían ser el instrumento para la perfección y santificación de la iglesia "porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Romanos 3:20), y esa letra mata. Esas palabras fueron sólo una sombra; jamás podían hacer perfectos a los que así se acercaban a Dios (Hebreos 10:1). Gracias a Dios que él tuvo a bien planificar, desde la eternidad, este glorioso pacto nuevo que descansa sólo en la sangre de Cristo y que es la fuente de toda verdad santificadora para su iglesia aquí hasta ese día en que, cara a cara, le veamos.
La iglesia de Cristo no sólo goza de esperanza eterna, sino del privilegio, tan grande y glorioso, de la morada del Espíritu Santo santificador. Es él quien nos guía a la confesión de nuestros pecados, el disfrute de la paz y el perdón que sólo se halla ante el trono de la gracia; es quien produce en nosotros el crecimiento en santificación a través del alimento diario del "evangelio de la gloria de Cristo" (2 Corintios 4:4), que no es otra cosa que la gloriosa "ley de Cristo" (1 Corintios 9:21; Gálatas 6:2) y nos concede el enorme privilegio de poder gozar, los siete días de la semana, de su presencia y la salvación que nos ha dado, guiados siempre por él en su perfecta y santa libertad.
Dios nos ayude, particularmente los que somos pastores de la grey de Cristo, a guiar a sus ovejas en el sendero de la libertad en el Espíritu del nuevo pacto en la sangre de Cristo y no hacia atrás a las sombras de la ley y al fuego aterrador del Sinaí: "Porque no os habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad... sino que os habéis acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial... a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada..." (extractos de Hebreos 12:18-29). Le recomendamos que estudie toda esa porción. Es muy reveladora e instructiva en lo que al tema que aquí hemos considerado respecta.
¡Toda gloria sea dada a él, por siempre y siempre y siempre! Jamás olvidemos que la copa de la cena nos habla del nuevo pacto en su sangre. Dijo Cristo: "Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama" (Lucas 22:20).
Cada cristiano es responsable no sólo de someterse a la Palabra eterna de Dios y obedecerla en temor y amor sino también de levantarla en alto para que todos vean y conozcan que élla sola es la fuente inspirada que Dios nos ha dado tanto para que le conozcamos a él así como nuestra propia insuficiencia y necesidad de su gracia y misericordia. A veces ese "levantar en alto" significará pelear la "buena batalla de la fe" (1 Timoteo 6:12), lo que necesariamente implica esfuerzos específicos para refutar, con la Palabra inspirada de Dios, cualquier error doctrinal contemporáneo que atente contra élla. Sólo así el cristiano será "consolidado (confirmado) en la fe" (Colosenses 2:7).
Decimos "contemporáneo", pues, porque el creyente sólo puede ejercer su fe durante el tiempo en que vive. Puede aprender a través del legado histórico, ejemplar de otros cristianos que lidiaron contra el enemigo espiritual en otros tiempos; pero, su responsabilidad personal requiere absoluta obediencia y fidelidad a la Palabra de Dios en el día en que vive. Sólo batallan los soldados vivos... sólo pueden mostrar fidelidad a su Señor y disposición de obedecerle, cueste lo que cueste, en su vida presente, contemporánea.
No sólo es una triste posibilidad; es tambien una trágica verdad –que la historia de la iglesia corrobora vez tras vez–: los peligros doctrinales que atentan contra la pureza de la iglesia de Cristo y su fe generalmente suelen surgir de entre sus propias filas... Dijo Pablo: "...después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces... y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas..." (Hechos 20:29-30). Tan frecuentemente cometemos, en aras de preservar la tan deseada paz y comunión entre los hermanos, el grave error de callar ante lo que sabemos, de todo corazón y a la luz de las Escrituras, es una distorsión o perversión de la sana doctrina. En nuestra cultura decimos que "callar es otorgar"; y, ¡cuán a menudo otorgamos! A veces nos encontramos buscando celosamente aquello que podamos tener en común sin darnos cuenta de que tal búsqueda podría ser, a la verdad, no más que un intento por evitar confrontar las claras, y a veces tan serias, inconsistencias y errores doctrinales que hoy nos rodean.
Debemos advertir, sin embargo, que lidiar por la fe no es aquella actividad que, por el puro gusto de mantener viva la controversia, nos lleve de conflicto en conflicto. Hay que procurar la paz, hasta donde ésta se pueda lograr (Rom. 14:19; 1 Ped.3:11). La verdadera comunión espiritual con otros creyentes en Cristo es una meta legítima, aun deseable para el cristiano; sin embargo, su ausencia, por falta de adecuadas bases doctrinales que den lugar a la misma, no es licencia para la hostilidad e intransigencia. Así como al pecador, testificamos la verdad en amor con el fin de llegar a un alma para su propio bien espiritual.
La identificación del error bajo consideración se presentará según la base conceptual articulada por sus proponentes y su refutación descansará únicamente en la argumentación bíblica que arroje luz sobre dichos errores. En otras palabras, confrontaremos el "cuerpo doctrinal errado", no sus proponentes, ya sean creyentes –cuyo testimonio da fe de que son verdaderos hijos de Dios que por el momento tropiezan en alguna verdad vital de la Palabra– o aquellos cuyo falta de testimonio cristiano sugiere que bien pudieran ser meros religiosos, ciegos guías de ciegos.
Nuestro principio normativo siempre será: "La fe del cristiano sólo viene de la Palabra eterna de Dios, por lo que toda defensa ante el embate del error se hallará sólo en esa fuente inagotable y en ningún otro lugar". Con relación al tema del Nuevo Pacto creemos que hay errores que fueron introducidos a lo largo de la existencia de nuevas doctrinas de iglesias que surgieron del siglo 19 y 20. No es de extrañar que quienes caen en este grave error, sea por ignorancia o no, exhiban también una gran tendencia de querer guiar a la iglesia de Cristo en una senda antigua donde, a fin de cuenta, los "pastos del antiguo pacto" no pueden brindar el perfecto alimento de la obra santificadora del Espíritu de Dios, desconociendo realmente el significado e implicación para la iglesia de la revelación final que Dios ha dado en su Hijo Jesucristo y su sangre del nuevo pacto.
El peligro está, sin embargo, en aquella postura que tiende a vivir en el pasado, hallando en él fortaleza y consuelo espiritual, y procura revivirlo según sea posible. Este tipo de sentimiento realmente es muy pecaminoso: delata nuestra ignorancia de las provisiones presentes que el Espíritu da a su iglesia y muestra una abierta desconfianza de su omnipresente señorío en su iglesia, negando en práctica la absoluta soberanía de Dios sobre todo.
Creemos firmemente y defenderemos tenazmente --así como con gran amor y compasión-- que la única fuente de instrucción divina que establece nuestra fe y regula nuestra conducta como cristianos es la Palabra de Dios. La única autoridad espiritual válida sobre la iglesia de Cristo es su santa Palabra enseñada por el Espíritu Santo morador. Diremos más: la única fuente que concede y establece la legitimidad y autoridad pastoral a los vasos de barro que laboramos al servicio del gran Pastor es el Espíritu de Dios. Cualquier idea contraria, por más tradición que se aduzca para su autolegitimación, no es otra cosa que una variante del sistema jerárquico papal que interpone entre Dios y el hombre a otro hombre o sistemas de hombres. Con la ayuda de Dios, habremos de considerar el tan importante tema de la fuente de la legítima autoridad pastoral en otro volumen de esta serie.
Aceptamos la palabra inspirada que dice: "Ahora bien, sea hallado Dios veraz y todo hombre mentiroso" (Romanos 3:4) y nos suscribimos a la creencia y práctica de que nuestra fe en Cristo está en pie o cae en aquella medida en que los fundamentos de nuestra fe procedan de la Palabra de Dios o de las fuentes tradicionales de los hombres, por legítimas que éstas reclamen ser... contemporáneas o no.
De ahí que, sin temor ni excusa alguna, declaramos que cuando Cristo tomó en su mano la copa de vino, aquella noche en que junto a sus discípulos participó de la cena de la pascua por última vez, declaró con meridiana claridad que su sangre era la sangre de un nuevo pacto. Consideraremos en el breve estudio que sigue el significado tan vital de estas palabras para la iglesia de Cristo y su impacto sobre aquellas dogmas religiosas que, mediante la creación de un sustituto tan sutil, atentan contra el mismo corazón del evangelio de la gracia que no es otra cosa que el evangelio de la "sangre del nuevo pacto".
Decimos breve, pues, ninguna de las áreas doctrinales y prácticas que atañen al tema serán cubiertas más allá de un nivel introductorio cuya finalidad será estimular al lector a un estudio personal más detallado. Buscamos impresionarle a usted, estimado lector, con la contundente verdad que la Biblia enseña sobre el tema que vamos a considerar para así ayudarle a fundamentar su fe y práctica sólo en las Escrituras. Hasta que no podamos afirmar plenamente que lo que profesamos y practicamos está fundamentado en la Palabra eterna, estaremos en pañales como hijos de Dios. Ningún postulado doctrinal ni disciplina práctica es de Dios si su corroboración descansa en fuentes humanas, así sean confesiones de fe históricas o escritos de hombres venerables en la historia de la iglesia. ¡Que Dios en su gracia, nos conceda conocer su mente en toda verdad para así poder andar confiadamente ante él ya que es a él a quien habremos de dar cuenta!
Le invitamos a estudiar con gran cuidado los textos que presentaremos como fundamento básico para nuestro estudio además de los muchos otros textos relacionados al tema que, en aras de ser breves, no citaremos. En la página final de este estudio encontrará un índice de todos los textos bíblicos señalados o citados aquí. Hemos procurado escribir en un estilo sencillo, libre de términos técnicos, teológicos, usando (cuando lo creemos necesario para subrayar el énfasis deseado) la repetición con el fin de ayudarle a entender (en lo que a la enseñanza humana se refiere) tan importante tema. Por ello, sin embargo, no vaya a pensar que las Escrituras no sean nuestra única fuente de argumentación.
Si las páginas que siguen le estimulan a mayor estudio detallado, personal, a Dios daremos la gloria, pues, escudriñar las Escrituras en el temor de Dios sólo puede tener un resultado, a saber: crecimiento en la fe de Cristo, madurez espiritual y mayores razones para dar a Dios toda la gloria por su gran gracia a nosotros.
SOLI DEO GLORIA
REV. RUBEN DARIO DAZA B.-
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