domingo, 11 de septiembre de 2011

LIBROS RECOMENDADOS: Jürgen MOLTMANN, EL DIOS CRUCIFICADO.




(Hamburgo, 1926) Teólogo protestante alemán. Ha sido profesor de teología sistemática en Bonn (1963) y en Tubinga (1967). Es uno de los maestros de la dogmática contemporánea, con una gran influencia sobre la teología católica, en especial en Latinoamérica. Entre sus obras cabe recordar Teología de la esperanza (1968), El dios crucificado (1972), Trinidad y reino de Dios (1980), Un nuevo estilo de vida (1981), ¿Qué es la teología hoy? (1992), El camino de Jesucristo (1993) y Cristo para nosotros hoy (1997).
Moltmann se convirtió al cristianismo en plena II Guerra Mundial. A los 17 años, cuando servía en el ejército nazi, sobrevivió a la Operación Gomorra de la Real Fuerza Aérea británica, que hizo llover fuego sobre Hamburgo, en julio de 1943. Alli vio a uno de sus colegas, a su lado, ser despedazado por una bomba inglesa. Aquella noche, por primera vez, Moltmann invocó el nombre de Dios. Desde entonces se pregunta: “¿Por qué sigo vivo y no morí como los otros?”  Ese episodio inició su fe. “Mi primer contacto con Dios se produjo en su lado oscuro”, relató a “Jesús”. Preso, con sentimiento de culpa porque su pueblo inició la guerra, empezó a leer la Bíblia “casi por casualidad”, dijo.
En la prisión, hizo amistad con cristianos escoceses e ingleses. “Cuando, en 1948, recobré la libertad, no sabía a qué iglesia debería pertenecer, pero sabía que tenía que estudiar teología”, dijo. Más tarde, entre 1953 y 1958, como pastor luterano en una pequeña comunidad de Bremen-Waserhorst, “me di cuenta de que la interpretación del texto bíblico debe estar ligada a la experiencia comunitaria que los hombres y mujeres aprenden en sus familias, en el trabajo, en la vida cotidiana”. La teología puramente académica y aislada, me parece un desierto”, afirmó. La fe necesita de “sencillez”, sostuvo.
Lo mismo, agregó, acontece con el ecumenismo, que no se puede practicar solamente a nivel académico. “En Alemania, por ejemplo, fueron los matrimonios mixtos los que dieron gran impulso al diálogo”, indicó. Moltmann recurrió a un antiguo dicho sapiencial – “conocer a Dios significa sufrir con Dios”- para explicar parte de su teología de la esperanza. “Sufrimos con Dios cuando parece que El esconde su rostro de nosotros, cuando experimentamos su ausencia. Pero este no es el único rostro de Dios. Existe un rostro que ‘brilla’ y que hace plena la vida. Mi teología de la esperanza da cuenta de ambos rostros”, dijo a la revista, acentuando que “la muerte no es, realmente, la última palabra”.
Para el teólogo de la esperanza, la realidad es una isla con muchas posibilidades. “La esperanza es la clave que ayuda a ver todas esas oportunidades”, afirmó.
EL DIOS CRUCIFICADO Y LOS ÍDOLOS DEL HOMBRE "DURO"


J. Moltmann, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana. 2ª ed. Salamanca, Sígueme, 1977 (Verdad e imagen, 41), p. 284.

En los últimos años la discusión sobre la existencia de Dios ha vuelto inseguros a muchos hombres que se sienten desorientados entre los dos slogans: "Dios ha muerto" y "Dios no puede morir". Otros, en cambio, embarcados en la lucha por una Iglesia más digna de fe y por una sociedad más humana, han arrinconado y olvidado el problema de Dios: se han liberado de la Iglesia y la teología, y han comenzado a luchar por un mundo mejor, con otras ideologías y otros métodos.

Pero sin una revolución en el concepto de Dios, nunca habrá una fe revolucionaria. Y si Dios no queda liberado de las imágenes idolátricas de la angustia y de la hybris 2 ,nunca habrá una teología liberadora. Pues el hombre desarrolla siempre su humanidad en relación con la divinidad de su Dios: se experimenta a sí mismo siempre por referencia a aquello que se le aparece como el grado máximo de ser; orienta su vida hacia el valor más alto; se decide de acuerdo con lo que le afecta de manera más absoluta. "Aquello de lo que tu corazón cuelga y a lo que se abandona, eso es propiamente tu Dios" (Lutero). Y esto vale tanto para la fe cristiana como para cualquier fe secular.

Detrás de la crisis político-social de la Iglesia en la sociedad moderna, hay una crisis Cristológica: ¿a quién se remite exactamente la Iglesia? Y, ¿quién es Jesucristo para nosotros hoy? A su vez, en esta crisis de identidad del cristianismo está latente el problema de Dios: ¿qué Dios gobierna la existencia cristiana: el Crucificado o los dioses de la religión, la clase, la raza o la sociedad? Sin nuevas claridades en la fe cristiana no habrá credibilidad en la vida cristiana. Se quedan cortos quienes piensan que podrán juntar una teología vieja con una praxis nueva. Las transformaciones que buscamos en "el exterior", en los movimientos contestatarios, en las comunas, o en la participación en la lucha liberadora de los oprimidos, han de brotar "del interior", de la médula misma de la fe. Pues en ella hay escondido mucho más de lo que hasta ahora pudo ver la historia cristiana.

En el meollo del cristianismo está la historia del hombre de Nazaret. El anunció a los pobres, marginados y discriminados, la cercanía inmediata del reino de Dios; y la anunció por medio del perdón de los pecados, de milagros liberadores y señales esperanzadoras. El entró en el sendero del dolor y fue ejecutado en una cruz como blasfemo, delincuente político y abandonado de Dios. Y según el testimonio de la fe pascual, Dios le resucitó precisamente a él. Precisamente en él se hizo carne el futuro de Dios y de la libertad. Por tanto, en el meollo del cristianismo encontramos la historia del Dios que se anonadó a sí mismo, se hizo hombre, tomó sobre sí el dolor de la inhumanidad y murió en el abandono de la cruz.

El hombre del éxito

Tanto si somos conservadores como revolucionarios, tanto si estamos satisfechos con nuestra sociedad como si queremos cambiarla, todos creemos profundamente en la acción y en el éxito. Estamos convencidos de que podemos resolver todos los problemas a base de los programas y las acciones más pertinentes. Por eso, nuestra sociedad occidental es una sociedad "oficialmente optimista" (SIDNEY HOOK, The future as history, New. York 1960). Los valores con que está amasada nuestra vida y nuestro sistema social, nos condenan a la actividad, al éxito, al provecho y al progreso. Si fracasamos en algo, nos sentimos frustrados y buscamos algún otro lugar "donde haya actividad". Nuestra única pregunta es qué podemos hacer o qué debemos hacer. Odiamos el sufrir o el reflexionar sobre lo qué hemos hecho y sobre la miseria que nuestro optimismo y nuestros programas de acción han producido en otros hombres y en la naturaleza. Los conservadores se glorían de los éxitos que ellos y sus padres han llevado a cabo. Los revolucionarios quieren ver otros éxitos nuevos: buscan la "actividad de Dios en la historia" y quieren estar presentes allí donde ocurre "lo más dinámico".

Pero todos proceden de la misma fábrica y se sientan en el mismo banco. ¿Quién es su Dios? El Dios de la acción, el Dios fuerte, el que cuenta con los batallones más poderosos, el que da las batallas y lleva los suyos a la victoria. El ídolo de todas las historias de éxito de la humanidad. Este Dios es poder; y sólo impresiona la fe que tiene éxito.

Y, ¿qué consecuencias tiene la divinidad de ese Dios, para la humanidad del hombre? Pues que vivir significa sólo actuar, llevar a cabo, hacer y dominar. Esta orientación unilateral a la acción y al éxito hace inhumano al hombre y elimina todos los otros aspectos débiles y sensibles, de la vida. El que sufre es un enfermo. El que llora y se entristece demuestra que le falta fuerza. El mundo ya no tiene nada que decirnos: no nos afecta. Con él podemos hacer lo que queramos. Ninguna desesperación nos desgarra el alma. Somos duros en el dar y el recibir. No nos toca el dolor ajeno. El amor ya no es una "pasión", sino sólo un acto sexual. El hombre del éxito no llora, y sólo ríe por cortesía. La frialdad le es familiar. Lo bueno, para él, es lo que promueve su actividad. Lo malo es lo que impide su éxito. Los otros hombres son sólo sus rivales en la lucha por la existencia. Su escatología es la supervivencia del más débil. Y como quiere controlar al mundo, se mantiene a sí mismo bajo control constante. En una palabra: quien cree en el dios de la acción y del éxito se convierte en un hombre sin pathos, sin sentimientos. Ya no nota nada del mundo ni de los otros. Desconoce todos los dolores que causan sus actos. No quiere conocerlos, y elimina de su vida las experiencias crucificantes.

La contradicción con el Dios cristiano

El dios del éxito y el hombre "duro" de la acción, contradicen al Dios sufriente y al hombre que ama y es vulnerable en el amor. Y éstos son los que encontramos en el centro del cristianismo. El Dios crucificado contradice totalmente a ese dios y a sus idólatras; contradice a la sociedad oficialmente optimista; contradice al activismo revolucionario de los hijos del viejo establishment. La tosquedad de la vieja cruz contradice a todas las antiguas y nuevas teologías de la gloria, que producimos en la Iglesia, y con las que intentamos mantenernos al paso con las transformaciones de la sociedad activista.

No nos gusta el recuerdo del Dios crucificado. Y por eso falseamos su cruz convirtiéndola de buena gana en un ídolo de nuestro optimismo práctico y de nuestras cruzadas. Douglas Hall dijo una vez: "Sería una gran desgracia que los cristianos emplearan la teología de la esperanza como otra ayuda religiosa para evitar la experiencia de la cruz que se hace inevitable a tantos hombres en nuestro campo de batalla". De hecho, no hay ninguna verdadera teología de la esperanza que no sea ante todo una teología de la cruz. No habrá ninguna esperanza en un hombre humano, como no brote de la destrucción del hombre "duro" de la acción, a través de la experiencia del dolor que lo trabaja y lo conduce a la existencia "patética" de la apertura al otro, de la receptividad y del amor. No habrá teología cristiana, y por tanto liberadora, sin el recuerdo vivificador del dolor de Dios en la cruz.

El fracaso de la eficacia

Ya hace doscientos años que la sociedad europea se extravió por el sendero optimista de una mejora activa del mundo. En tiempos de la Ilustración, el mundo de la naturaleza, los principios y las ideas era mirado como un reflejo del poder y la gloria de Dios. ¡Con sólo que el hombre se adaptase a ese espejo divino ya estaría aquí el reino de Dios! Pero en 1755 se produjo el famoso terremoto de Lisboa y el optimismo se fue a pique convirtiéndose en pesimismo y  nihilismo. 

Los "terremotos" de nuestra época no residen en la naturaleza y el mal físico, sino en la historia y en la maldad inhumana. Esto fue, por ejemplo, Auschwitz: para mi pueblo como agente y para los judíos como pacientes. Y esto ha de ser para nosotros, sabios, ricos y señores, el grito de todas las masas hambrientas, oprimidas y racialmente discriminadas. Esto puede ser, para nuestra sociedad tecnocrática, toda esa muerte muda de la naturaleza, que amenaza con arrastrarnos en su caída. También aquí se va a pique nuestro optimismo. ¿Qué le sustituirá: apatía y cinismo?

Permítaseme una confesión personal. Hace diez años visité los restos del campo de concentración de Maidanek, en Polonia. A cada paso, me resultaba físicamente más difícil seguir adelante y contemplar los miles de zapatos de niño, restos de vestido, cabellos humanos y dientes de oro. Habría deseado que me tragara la tierra, de vergüenza y confusión, si no hubiese creído: "Dios está con ellos. Resucitarán". Más tarde encontré en el campo un libro con inscripciones de otros visitantes. Algunos había escrito: "Esto no debe volver a ocurrir nunca más. Lucharemos para que no vuelva a pasar". Yo respeto semejante respuesta. Pero a los allí asesinados no les sirve de nada. También respeto mi propia respuesta. Pero es insuficiente.

¿Cómo es posible, luego de Auschwitz, la fe en Dios y el ser hombre? No lo sé. Pero me ayuda la historia que cuenta E. Wiesel en su libro sobre Auschwitz (Night). Dos hombres judíos y un niño fueron ahorcados adrede en presencia de todos los presos. Los hombres murieron en seguida. Los tormentos del niño duraban largo rato. "Entonces gritó alguien detrás de mí: ¿dónde está Dios? Yo callé. Al cabo de media hora volvió a gritar: ¿dónde está Dios?, ¿dónde está? Y una voz dentro de mí respondió: ¿dónde está Dios?;  Dios está allí junto a ellos colgado en la horca".

Después de Auschwitz es imposíble una teología, si no fuese porque en el mismo Auschwitz fueron rezados el Sch'ma (la plegaria) de Israel y el Padrenuestro. Es imposible si el mismo Dios no estuvo en Auschwitz y sufrió con todos los mártires y asesinados. Toda otra respuesta sería una blasfemia. Un Dios absoluto nos haría indiferentes. El Dios de la acción y del éxito nos haría olvidar los muertos que no pueden ser olvidados. Dios como "la nada" convertiría a todo el mundo en un campo de concentración universal.

Vamos a interrumpir aquí, para intentar entrar paso a paso en el misterio del Dios sufriente; para medir el horizonte de la humanidad del hombre en la situación del Dios crucificado.

EL DIOS IMPASIBLE Y LA LIBERTAD DEL HOMBRE

La apatheia 3 como axioma metafísico y como ideal ético, salió inevitablemente desde el mundo antiguo al encuentro del cristianismo primitivo. En la apatheia se concentran el respeto hacia la divinidad de Dios y el esfuerzo por la liberación del hombre. Impasibilidad significa imposibilidad de ser alcanzado por influjos exteriores, insensibilidad como la de las cosas muertas y libertad del espíritu frente a las necesidades y los impulsos. En sentido físico, apatheia significa inmutabilidad; en sentido psicológico, insensibilidad; y en sentido ético, libertad.

La impasibilidad de Dios en el pensamiento antiguo

Desde Platón y Aristóteles, la perfección de Dios ha sido designada como impasibilidad. Dios es bueno y no puede ser causa del mal. Es perfecto y, por eso, no tiene necesidades. Se basta a sí mismo y por eso no necesita amor ni odio. No puede ocurrirle nada que tenga que soportar. No conoce la cólera ni el favor. Es totalmente libre. Y por eso desde Aristóteles se le llama: Theós apathés (Dios impasible). El ideal moral de los sabios es asemejarse a Dios y participar en su esfera. Por eso, el sabio debe dominar sus necesidades y sus impulsos, y llevar una vida libre de cansancio, de miedo, de ira y de amor. Liberado de pasiones y de intereses conoce el hombre la verdad de las ideas. Inasequible al dolor y a la felicidad, no se ve sacudido por nada. No siente lo que otros hombres tienen por bueno o malo. Usa las cosas terrenas como si no las tuviera. Es feliz sin deseos.

Como vemos, la apatheia significa aquí la liberación del hombre frente a la dependencia de la naturaleza. Esta liberación sólo se consigue mediante un riguroso distanciamiento de todo lo corporal. Sólo el que se libera de sí mismo y aprende a ser señor de sí mismo, conquista aquella libertad que Dios posee por naturaleza. La "apatía" no significa aquí esa enfermedad que hoy calificamos como embotamiento y absentismo, sino que es el lado negativo de una libertad que nos pone por encima del mundo. Por eso el entendimiento y la voluntad nunca fueron considerados como pasiones. Y el Dios impasible posee entendimiento y voluntad desde siempre.

El judaísmo antiguo y el cristianismo antiguo aceptaron este ideal de la apatheia y, cada uno a su modo, llenaron con él su vida.

Filón presenta a Abraham como modelo de la apatheia. Cuando Abraham se hizo obediente a Dios, se apartó del mundo de los impulsos y las necesidades. No obstante, el Dios de Filón era distinto del Dios de Aristóteles. Y por eso Abraham llena el ideal de la apatheia con su vida muy distinta de la de un estoico.

Los Padres de la Iglesia aceptaron el concepto filosófico del Dios impasible y llamaron "el Hijo" al entendimiento de Dios y "el Espíritu Santo" a la voluntad de Dios. El Dios libre-impasible era para ellos el Dios del amor (agape). La impasibilidad era concebida como presupuesto del amor, porque el amor verdadero brota de la libertad frente a la búsqueda de sí mismo o frente a la angustia.

La impasibilidad de Dios y el Dios bíblico

Judíos y cristianos tomaron la teología "apatética" de la antigüedad, como presupuesto para su propia teología positiva. La historia muestra que ambos se vieron envueltos en grandes dificultades. El AT habla con frecuencia de la ira de Dios. Pero si el Dios impasible no ama ni odia, ¿cómo va a enfurecerse?, ¿cómo va a interesarse por la historia de su pueblo en la tierra?, ¿cómo va a padecer con los padecimientos de Israel?

El NT en sustancia es la historia de la Pasión de Jesucristo. Pero, ¿cómo puede sufrir el Hijo de Dios?, ¿cómo puede cambiarse, amar, y sentir dolores? La historia de la Pasión no correspondía al ideal del sabio estoico. O había que cargarse el axioma de la Impasibilidad o había que negar la historia de la Pasión. Como no se hizo ni una cosa ni otra, nos hallamos, todavía hoy, ante un problema no resuelto.

Para que nos ayude a distinguir, me gustaría introducir aquí un concepto: existen diversas "situaciones de Dios" (Gottessituationen) en las cuales se encuentra el hombre, y en las que se experimenta a sí mismo y vive su vida de maneras diversas.

La "situación de Dios" de la impasibilidad lleva al hombre a una libertad que lo hace superior a su cuerpo y a su medio ambiente. De la fe en el Dios impasible, se sigue una ética de la liberación del hombre de los impulsos y necesidades de su señorío sobre el cuerpo y la naturaleza. Pero la situación de Dios en la que Israel se descubre a sí mismo como pueblo de Dios, es otra. Es la situación del pathos de Dios y de la com-pasión (sympatheia) del hombre.

 Y la situación de Dios en la que los cristianos se descubren a sí mismos como cristianos,es también otra. Es la situación del Dios hecho hombre y Crucificado, y la del hombre amante.

LA PASION DE DIOS Y LA COM-PASION DEL HOMBRE

El rabino Abraham Heschel fue el primero que, en 1936, en su discusión con la tradición antigua del judaísmo medieval, llamó a la teología de los Profetas una Teología patética, Los profetas no tenían ninguna nueva concepción de Dios, sino que se entendían a sí mismos y al pueblo en esa situación de Dios que Heschel llama pathos de Dios. En el pathos, el Todopoderoso sale de sí mismo y entra en el pueblo de su elección. Hace consitir su Es en su Inter-és y pone todo su interés en su alianza con el pueblo. Por eso se ve alcanzado por las experiencias, acciones y dolores de Israel. Su pathos no tiene nada que ver con el humor de los dioses de la mitología. Es una relación libre con la creación, con el pueblo y con la historia. Se toma al hombre en serio hasta el punto de que padece bajo las acciones del hombre y puede ser herido por ellas. Los Profetas no identificaron el pathos de Dios con su esencia, sino que vieron en el pathos la forma de su relación con el mundo, de su interés y de su participación en él. La profecía, por tanto, no es la predicción del futuro tal como está preordenada en el destino o en el plan salvador de Dios, sino que es la mirada que penetra en el pathos presente de Dios, en su dolor por la desobediencia de Israel y en su pasión por su derecho y su honor en el mundo. Cuando Spinoza afirma que Dios ni ama ni se irrita, desconoce por completo el pathos de Dios. La cólera de Dios es precisamente su amor herido, y es un dolor que le llega a Dios al corazón. De esta forma, su cólera es la expresión de su permanente interés por el hombre. Mientras que el abandono de su pasión por el hombre significaría indiferencia.

La imagen del hombre

¿Qué se sigue para el hombre de esta situación de Dios? En la esfera del Dios impasible el hombre se convierte en un homo apatheticus. En la situación del pathos de Dios se convierte, en cambio, en un homo sympatheticus. Sym-pathía 4, es la apertura de una persona al momento de otra (Max Scheler). Tiene una estructura dialógica. El pathos divino encuentra su resonancia en la sym-pathía del hombre, en su apertura y receptibilidad para lo divino, lo humano y lo natural. En esa sym-pathía corresponde él al pathos de Dios. No llega a una unión mística sino a una unio sympathetica con Dios, que es histórica. Se encoleriza con la cólera de Dios. Ama con el amor de Dios; sufre con el dolor de Dios. Espera con la esperanza de Dios. En la alianza con el Dios "patético" sale el hombre de sí, participa en otra vida y se capacita para con-gozar y con-padecer. Se vuelve interesado y participante. Y esta sym-pathía también es libertad. No es la libertad del espíritu que está por encima del mundo, sino la libertad vivificadora del corazó n, es decir, de todo el hombre. No es la libertad de quien domina el cuerpo y la naturaleza, sino la libertad del hermano en su solidaridad.

La teología del rabinismo

A. Heschel desarrolló su teología del pathos divino, como "teología bipolar" de la alianza. Dios es, a la vez, libre en sí mismo y comprometido en la alianza. Y de aquí se sigue una segunda bipolaridad: la sym-pathía del hombre responde al pathos de Dios. El profeta es un isch-haruach, un hombre movido por el espíritu de Dios. Por tanto, en su sym-pathía responde el espíritu al pathos de Dios. Y con esto se insinúa una segunda personalidad de Dios.

Y estas ideas pueden profundizarse si atendemos a la teología de los rabinos, tal como la expone Peter Kuhn (Gottes Selbsterniedrigung in der Theologie des Rabinen, 1968). El salmo 18, 36 que en la versión de King James dice: "tu protección me hizo grande" y en la de Lutero: "cuando me humillas, entonces me engrandeces" es traducido por ellos de la siguiente forma: "en mí manifiestas Tú como grande tu humillación". Esta historia de la humillación de Dios comienza con la creación y llega hasta el fin. Dios está presente de dos maneras: habita en el cielo y en los humildes. Está alto y mira a lo más bajo. Es el Dios de los dioses y se dedica a hacer justicia a huérfanos y viudas. Como un servidor le lleva a Israel la antorcha por el desierto. Como un padre conduce al pueblo con sus pecados. Sale al encuentro del hombre en lo limitado, lo humilde y lo pequeño. Todo esto son formas de acomodarse de Dios a la historia humana.

Pero también son anticipaciones de su entrada universal en la gloria al fin de los tiempos. Dios no sólo se humilla para entrar en la situación de la creatura pecadora. Sutristeza por Israel muestra que Dios mismo sufre con el dolor de Israel. A través de su schekhiná (habitación), en el pueblo, sufre con él, va al exilio con él y siente el dolor con sus mártires. Y por eso se puede decir, a la inversa, que Dios se redime a sí mismo cuando redime a Israel. Porque ha vinculado su nombre a Israel, la redención de Israel será la gloria de Dios. El dolor de Dios es el medio con que es redimido Israel. Dios mismo se convierte en "precio de rescate" para Israel.

De hecho, en la teología rabínica de los primeros siglos se insinúa una teología de la cruz. La fe en el Dios que sufre con Israel en el exilio, preserva al pueblo de la desesperación y el endurecimiento. El conocimiento del Dios que comparte el dolor impide la apatía y mantiene abiertas la sym-pathía hacia Dios y la esperanza en el futuro de Dios.

Y también la idea de una segunda personalidad de Dios se insinúa en la teología rabínica junto al descubrimiento del Dios sufriente. Dios sufre con el pueblo no sólo externamente, bajo la persecución. El sufrimiento acontece entre el Dios que tiene en sus manos los confines de la tierra y el Espíritu que habita en Israel No sólo está Dios presente en el dolor, sino que también el dolor está en Dios. Está entre Dios y Dios. No sólo está Dios en la historia, sino que la historia está en Dios mismo. Y por eso podemos decir: en el dolor huyo de Dios a Dios.

EL DIOS CRUCIFICADO Y EL HOMBRE QUE AMA

La fe cristiana no tiene una nueva idea de Dios, sino que se encuentra en una "situación de Dios" distinta. Es una situación caracterizada por la pasión de Dios y la cruz de Cristo. Está emparentada con la "situación de Dios" judía, puesto que el pathos de Dios en el AT es el presupuesto para la pasión de Dios según el NT.

¿Y dónde está la diferencia? La teología "patética" de los profetas partía de la alianza de Dios con el pueblo y, sobre este fundamento, desplegaba su teología bipolar entre el pathos de Dios y la sym-pathía del Espíritu en el hombre. En cambio, los que conocen la "situación de Dios" en el Crucificado son hombres de todos los pueblos. Por tanto, la inmediatez con Dios que, para Israel, radicaba en la alianza, reside para los cristianos en Cristo mismo, mediador de la Paternidad de Dios y de la Fuerza del Espíritu. La teología cristiana ya no puede hacer ninguna teología bipolar, a base del intercambio de efectos entre Dios y el Espíritu que está en el hombre. Sino que, por mor del Crucificado, ha de convertirse en teología trinitaria.

El anonadamiento y el abandono de Dios

Sólo por medio del Crucificado se abre una relación con Dios dialógica. Por medio de Cristo, Dios mismo crea las condiciones para entrar en esa relación "patético-simpatética". Por medio del Crucificado, Dios crea una nueva alianza para aquellos que no pudieron cumplir aquellas condiciones por ser ateos y abandonados de Dios.

Ninguna relación inmediata entre Dios y el hombre, que pueda ser concebida al margen de la persona y la historia de Jesucristo, es cristiana. Sólo el conocimiento de Dios en Cristo, en el Crucificado, hace posible a los que "están fuera" la vida dialógica del Espíritu, en la sym-pathía y la esperanza. Si, como dice Pablo, "Dios estaba en Cristo", entonces se revela por medio de Cristo la nueva situación de Dios.

Ahora bien, ¿qué apariencias tiene ese espacio vital de Dios abierto en la cruz?; y, ¿cómo se experimenta el hombre a sí mismo en él? La teología cristiana, siguiendo a Flp 2, suele hablar de un anonadamiento definitivo y completo de Dios en la persona y la cruz de Jesús. Con ello entra Dios en la situación finita y limitada del hombre. No sólo entra en ella, sino que la asume y la convierte en parte de su propia vida. No se hace espíritu, de modo que el hombre necesite espiritualizarse para encontrar a Dios. No se convierte meramente en aliado de un pueblo escogido, de tal manera que el hombre necesite pertenecer a ese pueblo para vivir en comunidad con Dios. Sino que se anonada a sí mismo y asume totalmente la totalidad del ser humano, de modo que cada cual puede participar en Él por medio de su existencia humana.

Todavía más: si el anonadamiento de Dios llega a su culminación en la cruz de Cristo, esto significa que Dios no entra simplemente en la finitud del hombre sino, más radicalmente, en su situación de un padre que acompaña a su hijo sin abandonarlo sólo en la cruz. Con Jesús, Dios no muere una muerte natural, sino la muerte violenta del criminal. La muerte del total abandono. Lo más doloroso en el dolor de Jesús es el sentimiento de abandono, más aún, el dolor por parte de Dios a quien Jesús llamaba su Padre.

Cuando Jesús muere gritando: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34) responde el centurión pagano: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios".

Paradójicamente, la profesión de fe en la filiación divina de Jesús la pronuncia un pagano a la vista del abandono de Jesús por Dios. Aquel hombre no había visto a ningún héroe divino o benefactor de la humanidad; no había visto sólo a un inocente que sufría en cruz. Sino que oyó el grito del abandono de Dios que brotaba del seno del rechazo de Dios: y creyó.

Todo esto significa que el Hijo de Dios, en su abandono, asumió la eterna muerte de los abandonados y de los condenados, para convertirse en Dios de los abandonados y hermano de los condenados. El Dios hecho hombre es experimentable como presente en

la humanidad de cada hombre. Nadie tiene que disfrazarse o cambiarse para llegar en él a su humanidad plena. Y todavía más: el Dios crucificado se nos hace cercano en el desamparo y el abandono de cada uno. Pues no existe soledad ni reprobación alguna que Dios no haya tomado sobre sí en la muerte de Jesús. Por eso no son necesarias ante Él ni las justificaciones ni las autoacusaciones: ya no hay nada que pueda excluir al hombre perdido de la situación creada entre el dolor del Padre, el amor del Hijo y la vida del Espíritu. El hombre infeliz ha sido admitido, sin limitaciones y sin condiciones, en la plena comunidad con Dios. En la cruz de Jesús Dios ha tomado sobre sí la muerte absoluta, para dar su vida infinita a los hombres condenados a muerte.

Teología de la cruz y teología trinitaria

Reconocer en la cruz de Cristo la nueva "situación de Dios" significa también, a la inversa, descubrir la cruz, el dolor sin salida y la desesperación sin esperanza, en el mismo Dios. Al hacer este giro, la teología de la cruz ha de convertirse en teología trinitaria; de lo contrario no podrá asumir el problema del dolor. Decir con Whitehead que Dios es "el compañero de fatigas comprensivo" está bien, pero es insuficiente.

Dios no sólo participa en nuestro dolor, sino que convierte nuestro dolor en su propio dolor, e introduce nuestra muerte en su misma vida. Por eso Pablo ha tomado la misma palabra que significa abandonar (paradidonai) y la ha convertido en expresión del Amor: "Dios no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó (con el verbo paradidonai) por todos nosotros". (Rm 8, 32). En el abandono histórico de Jesús en la cruz, reconoce Pablo la entrega divina del Hijo. Y cuando, en la frase citada, subraya que se trata del propio Hijo de Dios, esto significa que la entrega y el dolor de Cristo alcanzan al Padre mismo, aunque en forma diversa que al Hijo. Jesús experimenta el dolor de morir abandonado; pero no experimenta el dolor de morir: pues nadie puede "experimentar" la muerte. El Padre en cambio, experimenta la muerte del Hijo en el dolor de su amor. K. Kitamori ha llamado a esto muy acertadamente, "el dolor de Dios" (en su obra Theology of the pain of God). Pero como el morir del Hijo, es algo diverso del dolor del Padre, no podemos hablar de "muerte de Dios" como hace en forma "patripasiana" la teología de la muerte de Dios. Para comprender el dolor y la muerte en Dios, es preciso hablar trinitariamente y abandonar por simplista el concepto monoteísta de Dios.

En la cruz de Cristo, un desgarrón atraviesa al mismo Dios. No atraviesa sólo a Cristo, como daba a entender la doctrina de las dos naturalezas. De entrada sonará muy paradójico que digamos: Dios mismo es abandonado por Dios. Dios clama a Dios. Dios lucha con Dios. Dios muere en Dios, como decía Lutero. Pero esta paradoja se resuelve cuando una mirada trinitaria a la cruz nos enseña a distinguir en Dios. El acontecimiento de la cruz es primariamente algo que tiene lugar en Dios. Es un acontecimiento que ocurre entre el Padre que entrega y el Hijo abandonado, por una capacidad o fuerza de entrega tal que merece ser llamada Espíritu. En la cruz, el Padre y el Hijo están distinguidos hasta el máximo por el abandono y, a la vez, unidos hasta el máximo en el Espíritu de la entrega. Del acontecimiento que tiene lugar entre Jesús y su Padre en la cruz, brota el Espíritu que alienta a los abandonados, que justifica a los condenados y vivifica a los muertos. Si entendemos la doctrina de la Trinidad como una descripción de la situación de Dios en la cruz de Cristo, deja de ser una especulación. Se convierte pura y simplemente en un resumen de la historia de la pasión. El principio material de la doctrina trinitaria es la Cruz. El principio formal de la teología de la cruz es la Trinidad. El que quiera explicar quién es Dios no tiene más que narrar la historia de la pasión como historia de Dios.

La Trinidad y el dolor del hombre

Y, ¿qué aspecto tiene el nuevo espacio vital que se ha abierto al hombre por la situación de Dios en la cruz de Cristo?, ¿qué significa el conocimiento del Dios crucificado para la historia de la pasión del mundo?

Quien sufre sin razón, lo primero que piensa es que ha sido abandonado por Dios y por todo lo bueno. Quien en medio de tal dolor clama a Dios, coincide fundamentalmente con el grito de muerte de Jesús. Pero entonces Dios ya no es para él ese rostro escondido hacia el que clama, sino que es, en sentido totalmente personal, el Dios humano que grita con él y en él, y que intercede por él cuando el dolor le hace enmudecer. De esta forma, el hombre que sufre entra en la situación de Dios. Clama al Padre junto con el Hijo abandonado; y el Espíritu intercede por él con sus gemidos.

¿Cómo puede entenderse esto? El que sufre no protesta simplemente contra su destino. Sufre porque vive, porque tiene "viveza": interés en la vida y amor a ella. El que ya no ama se vuelve apático y tampoco sufre: vida y muerte le resultan indiferentes. Pero cuanto más ama uno más vulnerable se vuelve. Cuanto más capacidad de sufrir, más capacidad de dicha; y a la inversa: cuanto más capaz de alegrarse es uno, más capaz es de entristecerse. Esta es la dialéctica de la vida humana: el amor vivifica a la vida y mortifica al hombre. La vitalidad de la vida y la mortalidad de la muerte se experimentan en ese interés por la vida que llamamos amor.

¿Y cómo puede el hombre permanecer en el amor a pesar de los desengaños, de los dolores y de la muerte? El dios teísta resulta aquí pobre. No puede sufrir porque no puede amar. Quien cree en él se vuelve a-pático. El ateo que protesta, ama de manera desesperada: sufre porque ama, y protesta contra el dolor y a la vez contra el amor que le hace endurecerse tanto. Como Iván Karamazov, querría devolver su billete de entrada en la vida.

La fe que brota de la situación de Dios en la cruz no responde al problema del sufrimiento con una explicación religiosa a base de por qué tiene que pasar lo que pasa, para que uno lo acepte. Pero tampoco se petrifica en el gesto de protesta que explica por qué no puede pasar lo que pasa. Más bien reconduce al amor amenazado hasta su mismo origen: "el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 17).

Allí donde los hombres sufren porque aman, Dios sufre con ellos y ellos sufren en Dios. En el hecho de que este Dios ha sufrido la muerte de Jesús y ha hecho visible en ella la fuerza de su amor, allí encuentran los hombres la fuerza para permanecer en el amor, a pesar del dolor y de la muerte, sin volverse amargados o superficiales. Conquistan la fuerza para mantener la tristeza sin permitir que los muertos caigan en el olvido. Todo esto significa que el que entra en el amor y a través del amor experimenta la mortandad de la muerte, ése ha entrado en la "historia de Dios". Y a la inversa: quien conoce la historia del Dios trino en la cruz de Cristo, ese puede convivir con los horrores de la historia y, a pesar de ellos, perseverar en el amor. En medio de la total mundanidad de la vida, en la que sufre con los demás y se mancha con los demás, está viviendo en Dios Muy atinadamente escribe Hegel en el prólogo a la Fenomenología del Espíritu: "La vida del Espíritu no es la vida que se aterra ante la muerte y se preserva de la desolación, sino la vida que la soporta y se mantiene en medio de ella".

CONCLUSIÓN

En conclusión, volvamos al punto de partida:

1. Nuestra sociedad obligatoriamente optimista cree en los ídolos de la acción y del éxito. A través de una inhumanidad forzada, lleva a muchos hombres a la apatía y la desesperación. En esta sociedad las iglesias no son con frecuencia más que establecimientos religiosos que cultivan los dioses y leyes de la sociedad. Y si dicha sociedad ha de convertirse a lo humano, las iglesias deben convertirse en cristianas. Deben destruir los ídolos de la acción e insensibilidad, del éxito y la angustia, deben predicar al Dios humano, sufriente y crucificado y deben vivir en la situación de este

Dios. Deben descubrir el sentido del sufrimiento y de la tristeza, y extender el espíritu del amor y la sym-pathía. Deben enfrentar con la cruz a los hombres exitosos y a los desesperados, en la propia situación de ellos, para que el hombre se convierta en un ser capacitado para la sym-pathía y para la alegría, y así libre.

2. No hay teología revolucionaria sin una revolución en el concepto de Dios. Ni habrá teología liberadora si no se libera al Dios crucificado de todos los ídolos del poder. Dios no está muerto. Dios no es un activista revolucionario: está colgado de la cruz de su amor, y glorifica su entrega por medio de la Resurrección. Toda la desgracia que causamos y que experimentamos es su propia desgracia. La historia de nuestra pasión ha quedado asumida en el seno de la historia de su pasión. Y por eso su futuro es nuestro futuro. Y la dicha de su amor es la resurrección de nuestra vida.

3. Reconocer a Dios en Jesús crucificado, significa comprender la historia trinitaria de Dios y saberse a sí mismo, y a todo el mundo, con su dolor y su llanto, en la historia de Dios. Dios no está muerto. Pero la muerte está en Dios. Él sufre en nosotros; sufre con nosotros. El dolor está en Dios. Dios no condena y no condenará. Pero la condenación está en Dios. Por eso podemos decir: de una manera que queda oculta en la cruz, está Dios en camino de llegar a ser "todo en todas las cosas" y nosotros "vivimos, nos movemos y estamos en Él". Cuando Dios culmine su historia (1 Co 15, 28), su dolor quedará transformado en dicha. Y también el nuestro.

Notas:

1 Con este vocablo, casi de argot, traducimos el original apatischer que alude al hombre sin pathos, inconmovible, incapaz de sufrir por o con los demás, Como se ve, es un sentido muy diverso del castellano apático (N. del T.).

2 Término clásico de la cultura griega que designa la actitud del hombre que no acepta sus propias fronteras y se considera a si mismo como un «dios» (N. del T.).

3 Emplearemos indistintamente la palabra griega, que es la que usa el original, o su traducción castellana: impasibilidad (N. del T.).

4 Mantenemos la grafía griega de esta palabra para distinguirla de la «simpatía» astellana. En el original alude claramente a su significado etimológico: la apertura a las afecciones de los demás y la capacidad de ser afectado por ellas (N. del T.).

SOLI DEO GLORIA

1 comentario:

  1. Es una lástima que este gran escritor alemán no sea tan conocido en america latina. Conozco algunas obras de él, como la Teologia de la Esperanza, obra prima. Lo considero un hombre de Dios, de pensamiento equilibrado, estudioso y muy acorde con la teologia latinoamericana. Lo Felicito por su gran aporte. Soy Pastor Evangélico de Guatemala. Y luchamos por preswervar un evangelio puro, único y transparente. Dios te bendiga

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