sábado, 26 de noviembre de 2011

JESUCRISTO EL UNIGÉNITO DE DIOS - CAP. XII

Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. COLOSENSES 1:15 


Capítulo XII

EL HIJO ÚNICO DE DIOS


La revelación de Dios en Jesucristo, el hombre, es combinatoria y exclusiva y la obra de Dios en él es amparadora y suficiente porque tal hombre no es un ser distinto de Dios, sino el Hijo Único de Dios, esto es, el Dios singular que vive por sí mismo y de sí mismo;  es la omnipotencia de Dios, gracia y verdad en persona y, así,  El auténtico mediador entre Dios y los demás hombres.



Hemos de enfocar ahora una cuestión que, en realidad, no lo es, dado que la respuesta se encuentra ya expuesta. Se trata de hablar acerca de la verdadera divinidad de Jesucristo. Hemos de intentar entender cómo se llega a dicha manifestación, o sea, cuál es la cuestión que conduce a ella.

En todo cuanto ahora hemos dicho nos encontramos con el concepto de la revelación o Palabra de Dios, o sea, con la manifestación de Dios, con el mensaje que parte de Él mismo. Existen muchas clases de revelación y de palabras y de mensajes que han llegado hasta los hombres y que siguen llegando, siempre con la pretensión de ser Palabra y mensaje divinos. Por consiguiente, surge una cuestión que debemos afrontar y que inquiere ¿qué es lo que se llama revelación de Dios y qué revelación ha de ser reconocida y aceptada como la verdadera?. Es indudable que en mayor o menor medida, en la historia de la humanidad en su conjunto, así como también en la vida individual, hay motivos y ocasiones suficientes en que en alto grado, clara y convincentemente, algo nos “supedita” y nos retiene fascinados. La vida humana, tanto en el microcosmos como en el macrocosmos está llena de tales sucesos.

Hay "revelaciones" del poder, la belleza, y el amor en la vida de los hombres. ¿Por qué ha de ser, precisamente, lo que aquí se llama revelación divina, el suceso en Jesucristo, en fin, verdadera revelación en un sentido único? La respuesta general que ha de darse a esta pregunta (según lo "absoluto", del cristianismo, enseñado por Troeltsch) sería la siguiente: Confesemos que estamos rodeados de "revelaciones" que nos obligan y que, con razón, elevan sus pretensiones. Pero partiendo de la fe cristiana, hemos de decir con respecto a tales revelaciones, que les falta una autoridad decisiva que obligue. En realidad, es posible atravesar todo ese mundo de revelaciones, sintiéndose, ora iluminado, ora convencido o incluso supeditado, más el poder de una instancia primera y última que impida al nombre gozarse y embriagarse con tales revelaciones, permitiéndole continuar ser como el hombre que ha mirado su rostro en el espejo y después lo olvida; esta potencia no la tienen las revelaciones, pues les falta a todas el poder conminatorio con qué sujetar al hombre.

Y esto sucede, no porque dejen de ser revelaciones poderosas, ni tampoco porque carezcan de alto sentido y sean emocionantes, sino porque todas ellas, según tenemos que confesar con la fe cristiana, son sencillamente revelaciones de la grandeza, la potencia, la bondad y la belleza de la tierra creada por Dios. La tierra está llena de maravillas y de gloria. No sería creación de Dios, ni tampoco el lugar destinado para que vivamos, si no estuviese llena de revelaciones. Así lo han sabido los filósofos, y los poetas, los músicos y los profetas de todos los tiempos. A esas Revelaciones terrenales, producto del espíritu terrenal, les falta la autoridad capaz de sujetar al hombre definitivamente. El hombre puede atravesar ese mundo sin sentirse atado a él."

No obstante, podría tratarse también de revelaciones celestiales, es decir; revelaciones de aquella realidad invisible e incomprensible de la criatura, realidad que nos rodea. Es cierto que ese mundo de lo incomprensible e invisible se encuentra de continuo en movimiento hacia nosotros y también es cierto que hay motivos suficientes para maravillarse a este respecto. ¿Qué sería del hombre sin el encuentro con el cielo y el mundo celestial? Pero esas revelaciones celestiales tampoco poseen el carácter de una autoridad definitiva, porque, como las otras, son revelaciones de lo creado y tampoco ofrecen la respuesta concluyente. Todo lo celestial, al igual que lo terrenal, se encuentra determinado. Puede salirnos al encuentro; pero únicamente como sale el heraldo de un gran rey, al que bien podemos admirar por su grandeza y poder, pero frente al cual decimos que no se trata del rey mismo, sino, únicamente, de su heraldo. Y en esta situación nos hallamos frente a todos los poderes del cielo y de la tierra y a todas sus revelaciones. Así es cómo sabemos que hay todavía algo superior a ella. Por poderosas que sean, y aunque logren alcanzar la enormidad de una bomba atómica, no nos dominan, al fin y al cabo, y por eso tampoco nos imponen de manera definitiva, "Si la tierra se quiebra, sus ruinas alcanzarán a los que no temieron". ¿No es verdad que la contemplación de la admirable tenacidad con que la humanidad ha soportado o ha atravesado estos años de guerra muestra que, en el fondo, lo sucedido no le interesaba nada? Se han presenciado las cosas más espantosas, pero el hombre no se deja quebrantar por señores que no son el Señor, antes bien pasa por encima de la ruina y se rehace y reafirma frente a todas las potencias terrenales.

Cuando en la Iglesia Cristiana se habla de la revelación, no se trata de tales revelaciones terrenales o celestiales sino de la potencia que sobrepuja a todas las potencias, es decir, no se trata de la revelación de lo divino superior o inferior, sino de la revelación de Dios mismo. Por eso, la realidad de que estamos hablando ahora, la revelación de Dios en Jesucristo, es conminatoria y exclusiva, amparadora y suficiente, ya que no se trata de una realidad distinta de la de Dios, esto es, de una de aquellas realidades terrenales o celestiales, sino de Dios mismo, del Dios de las alturas, el Creador de los cielos y la tierra, del cual tratamos en el primer artículo. Al referirse el Nuevo Testamento innumerables veces a Jesús de Nazaret, reconocido y confesado por la Iglesia como Jesús, el Cristo, y al que denomina Señor (kirios), hace uso del mismo término con que el Antiguo Testamento dice "Yahweh". Ese Jesús de Nazaret caminando, por las ciudades y aldeas de Galilea, y que, llegado a Jerusalén es acusado, condenado y crucificado: Un hombre que, como nosotros, vive dentro del tiempo y del espacio poseyendo todos los atributos divinos no cesa de ser un hombre y, por consiguiente, también criatura.

Quiere decir esto, que el Creador, sin menoscabo de su divinidad, no se convierte en un semidiós, ni en un ángel, sino que se hace muy simple y realmente hombre. Y éste es el significado de la confesión de fe cristiana acerca de Jesucristo, diciendo que él es Hijo Único de Dios o el Hijo Unigénito de Dios. Cómo Hijo de Dios, es Dios en el sentido aquel de realidad divina, según el cual Dios se revela por sí mismo. Este Dios, pues, el Hijo único de Dios, es ese hombre llamado Jesús de Nazaret. En tanto Dios no es sólo el Padre, sino también el Hijo, en tanto que en la vida interna de Dios se realiza continuamente tal suceso (es Dios, pero en el hecho de su propio ser Dios es Padre e Hijo) está capacitado para ser el Creador, mas también la criatura. Ese "más también" insólito tiene su correspondencia interna, justamente, en el Padre e Hijo; y en tanto esa obra, esa revelación divina, es la obra del Hijo eterno, se enfrenta legítimamente con el mundo entero de lo creado, calificándose sin parangón posible. Al tratarse aquí, pues, de Dios mismo y al ser dicha criatura su propio Hijo, el suceso acontecido en Jesucristo se diferencia verdaderamente como conminatorio y exclusivo, amparador y suficiente, se diferencia de todo lo demás que, ciertamente, según la voluntad y el plan de Dios, sucede alrededor nuestro. Y es que la revelación y la obra de Dios en Jesucristo no es uno de tantos sucesos basados en la voluntad de Dios, sino que es Dios mismo que habla en el mundo de lo creado.

Ya hemos llegado al punto en que podemos dar la palabra a la confesión de la antigua Iglesia, confesión pronunciada sobre el fondo de las discusiones habidas acerca de la divinidad de Cristo: "El Unigénito, el Engendrado del Padre antes de todos los tiempos, Luz de Luz, Dios verdadero del Dios verdadero, engendrado, no hecho, consubstanciar al Padre, por el cual todo fue creado, el cual por causa nuestra, de los hombres v de nuestra salvación, descendió del cielo" (Símbolo Niceno-Constantinopolitano. Año 381).


Muchas protestas se han levantado en contra de esta fórmula, y probablemente nos hallaremos, tarde o temprano, con literatos y profesores que siguen lamentándose, por encontrar tremendo que esta cuestión fuera expuesta con fórmula tal. Pero esta protesta contra la "ortodoxia" es realmente un "aullido de lobos," que aunque sólo sea como personas cultas no debemos acompañar esos aullidos. Y es que hay algo de bárbaro en esas imprecaciones en contra de los Padres de la Iglesia. Yo diría que, aun no siendo cristiano, es menester tener tanto respeto como para reconocer que el problema ha sido circunscrito aquí de manera soberana. Se ha dicho que la fórmula niceno-constantinopolitana no figura así en la Biblia; pero resulta que hay muchas cosas verdaderas y necesarias que reconocer que no figuran textualmente en la Biblia. La Biblia no es un catálogo de papeletas, sino el gran documento de la revelación de Dios, y ésta ha de hablarnos a fin de que podamos comprender. En todo tiempo tuvo la Iglesia que responder a lo que se dice en la Biblia, y hubo de contestar en otros idiomas que el griego y el hebreo y con otras palabras que las expuestas en la Biblia. Una de tales respuestas es aquella fórmula, fórmula que, por lo demás, se mantuvo cuando se puso en litigio la cuestión a que se refiere. Se trataba realmente de una discusión por la J, o sea, de si Cristo era Dios mismo o un ser celestial o terrenal. La cuestión no era nada indiferente, pues de esa J dependía la comprensión de todo el Evangelio: O tenemos en Jesucristo a Dios o tenemos en él solamente una criatura. Seres semejantes a Dios siempre los hubo en la Historia de la Religión. Por eso, la antigua teología bien sabía lo que se hacía al discutir esta cuestión con todo encarnizamiento. Claro que al hacerlo así, los procedimientos fueron, a veces, humanos, demasiado humanos; pero no es esto lo interesante, pues los cristianos no son tampoco ángeles. Tratándose de una cosa importante, no hay por qué empezar a amonestar diciendo: Hijos míos, comportaos pacíficamente; sino que es preciso pelear denodadamente hasta el final. Yo diría: Loado sea Dios, pues los Padres de, la Iglesia no eludieron la lucha, pese a toda su necedad y flaqueza y sabiduría griega. Todas las fórmulas vienen a decir lo mismo: El Unigénito, el Engendrado del Padre antes de todos los tiempos, el Hijo, Luz de luz, Dios verdadero del Dios verdadero, es decir, no criatura, sino Dios mismo, sustancialmente igual al Padre, y no semejante al Padre, Dios en persona... "por el cual todo fue creado y el cual por causa nuestra, de los hombres, descendió del cielo, de arriba".

Descendió hasta nosotros: Ese es Cristo. Así es cómo vio la Iglesia antigua a Jesucristo y así tenía presente su realidad; así le reconoció y confesó en su confesión de fe cristiana, la cual nos amonesta a que lo veamos también nosotros del mismo modo. Quien esto entienda, ¿por qué no había de asentir al gran consensus de la Iglesia? Eso de hablar, suspirando, de ortodoxia y de teología griega, tratándose de lo que se trata, es sencillamente pueril. ¿Qué tiene que ver esto con la cuestión en sí? Y si se concede que la creación de dicha confesión fue cosa por demás problemática, concedamos también que todo cuanto hacemos los hombres no sólo es problemático, sino vergonzoso y desagradable, lo cual no excluye que las cosas marchen y que, a la postre, acaben por resultar como era necesario y justo que resultasen. ¡Del providentia et hominun confusione!


Lo que ese Credo pretende es sencilla y prácticamente, que estemos seguros de lo que creemos: En él, al referirse al Hijo de Dios, se diferencia la fe cristiana de todo lo que se denomina religión. Estamos tratando de Dios y no de dioses cualesquiera. En cuanto a la fe, se trata de que "seamos hechos partícipes de la naturaleza divina". Y a eso vamos, ni más ni menos: La naturaleza divina se ha acercado a nosotros y en la fe somos hechos partícipes de ella tal como nos sale al encuentro en el Único. Así es Jesucristo el mediador entre Dios y los hombres. Todo ha de entenderse colocado delante de ese fondo. Y es que Dios no quería hacer nada menos en favor nuestro. El que hubiera de realizarse, y se realizara en verdad, algo tan inconmensurable, nos lleva al reconocimiento de cuan profundos son nuestro pecado y miseria humanos. El mensaje de la Iglesia y de la cristiandad entera es pronunciado teniendo ambas fija la mirada en eso tan inconmensurable e insondable que Dios se haya entregado a sí mismo por nosotros. De aquí que en todo discurso verdaderamente cristiano exista algo de absoluto, como no es propio lo haya en cualquier otro discurso no cristiano. La Iglesia no "opina", no abriga "opiniones" o convicciones; la Iglesia no está "entusiasmada": La Iglesia cree y confiesa, esto es, habla y obra fundada en el mensaje basado en Dios mismo, en Cristo. Por eso resulta toda enseñanza, todo consuelo y toda amonestación cristianos un consuelo y una amonestación de principio y de conclusión con la potencia de lo que constituye su contenido, o sea, la actuación magna de Dios, que consiste en que Él quiere estar por y para nosotros en su Hijo Jesucristo.

SOLI DEO GLORIA
REV. RUBEN DARIO DAZA

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Para leer la série de estudios de Teologia Dogmática, Cap. XI, clique en este link: http://teologiaycienciarubedaza.blogspot.com/2011/11/dogmatica-el-salvador-y-siervo-de-dios.html

Para leer el Cap. X sobre el tema de Jesucristo, clique en este link: http://teologiaycienciarubedaza.blogspot.com/2011/11/dogmatica-jesucristo-cap-x.html

Para leer el Cap. IX sobre el tema de creación de los cielos y la tierra, clique en este link: http://teologiaycienciarubedaza.blogspot.com/2011/11/capitulo-ix-cielos-y-tierra-el-ciclo-es.html











 

4 comentarios:

  1. La importancia de la crítica a la cristología de san Pablo, radica en que nos aporta los elementos de juicio necesarios para darnos cuenta __de la omisión capital que cometió Pablo en sus epístolas al mutilar la naturaleza humana de Cristo. Desechando la prueba viviente en Cristo hombre de que es posible alcanzar la trascendencia humana practicando las virtudes opuestas a nuestros defectos hasta adquirir el perfil de humanidad perfecta, patente en Cristo (cero defectos). Doctrina sustentada por filósofos y místicos __y de la urgente necesidad de formular un cristianismo laico enmarcado en la doctrina y la teoría de la trascendencia humana, a fin de afrontar con éxito los retos y amenazas del Islam, el judaísmo, las corrientes de la nueva Era y la modernidad. http://es.scribd.com/doc/73578720/CRITICA-A-LA-CRISTOLOGIA-DE-SAN-PABLO

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  2. Muchas gracias Rodolfo por su participación. Lei con atención tu comentário y estoy estudiando tu escrito que me pasastes en el link señalado. Me pareció muy interesante, esa optica teológica acerca de la humanidad de Cristo. En el mes de diciembre publiqué el tema Jesus y la Navidad, donde hablo más acerca de mla humanidad de Cristo. Si bien que la antropologia que Paulo aborda sobre Jesus es muy sucinta pero no deja de ser profunda, es bien completa. Lea el link:http://teologiaycienciarubedaza.blogspot.com/2011/12/capitulo-xiv-el-misterio-y-el-milagro.html
    Y despues me dices que comentário merece ese tema. Gracias de nuevo por tu participación!

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  4. EL PADRE ES MAYOR QUE JESÚS

    Jesús todavía está con sus apóstoles en la habitación del piso de arriba. Después de la cena para recordar su muerte, los anima diciéndoles: “Que no se les angustie el corazón. Demuestren fe en Dios, y demuestren fe en mí también” (Juan 13:36; 14:1).

    Jesús les dice algo a sus fieles apóstoles para que no se preocupen demasiado por su partida: “En la casa de mi Padre hay muchos lugares donde vivir. [...] Además, cuando me haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los recibiré en casa, a mi lado, para que donde yo esté también estén ustedes”. Sin embargo, los apóstoles no entienden que les está hablando de ir al cielo. Por eso Tomás le pregunta: “Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?” (Juan 14:2-5).

    Jesús le responde: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Solo quien acepte a Jesús y sus enseñanzas, y siga su ejemplo, puede entrar en el hogar celestial de su Padre. Jesús explica: “Nadie puede llegar al Padre si no es por medio de mí” (Juan 14:6).

    Felipe, que está escuchando con atención, le pide: “Señor, muéstranos al Padre, y con eso nos basta”. Al parecer, quiere que le dé una visión de Dios, como las que tuvieron Moisés, Elías e Isaías. Sin embargo, los apóstoles cuentan con algo mejor que aquellas visiones. Jesús lo destaca al responder: “Felipe, con todo el tiempo que llevo con ustedes, ¿todavía no me conoces? El que me ha visto a mí ha visto al Padre también”. Jesús es el reflejo perfecto de la personalidad del Padre. Por lo tanto, vivir con Jesús y observarlo es como ver al Padre. Aunque, por supuesto, el Padre es superior al Hijo, por eso Jesús señala: “Las cosas que yo les digo no son ideas mías” (Juan 14:8-10). Los apóstoles ven que Jesús le da a su Padre todo el mérito por sus enseñanzas.

    Ellos han visto a Jesús realizar obras maravillosas y lo han escuchado predicar las buenas noticias del Reino de Dios. Ahora él les dice: “El que demuestre fe en mí también hará las obras que yo hago. Y hará obras más grandes” (Juan 14:12). Con esas palabras, no se refiere a que ellos harán milagros más importantes que los que él realizó. Sin embargo, sí predicarán durante mucho más tiempo, abarcarán un territorio mucho más extenso y llegarán a más gente.

    Aunque Jesús se marche, los apóstoles no se sentirán abandonados, pues él les promete: “Si ustedes piden algo en mi nombre, yo lo haré”. Es más, les dice: “Yo le rogaré al Padre y él les dará otro ayudante que esté con ustedes para siempre: el espíritu de la verdad” (Juan 14:14, 16, 17). Así, Jesús les garantiza que recibirán el apoyo de “otro ayudante”, el espíritu santo. Eso sucede en el día del Pentecostés.

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