Capítulo XXI
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
El
Espíritu Santo, más que una creencia, debe ser una vivencia. Exclamar «creo en
el Espíritu Santo», más que el enunciado de un credo, ha de ser el testimonio
irrefutable del que ha experimentado en su vida la acción del Espíritu de Dios
vivo. Pero si no nos familiarizamos con el Espíritu Santo, si no reconocemos su
acción, la última parte de nuestro Credo se nos convierte en un índice de
fórmulas: la Iglesia se reducirá a ser una organización folclórica, la comunión
de los santos será una teoría inútil, el perdón de los pecados un objetivo
inalcanzable, la resurrección de la carne un irracional deseo y la vida eterna
no será más que una utopía delirante.
En
la última Cena, Jesús hizo a sus apóstoles una maravillosa promesa. Les dijo
que no los dejaría «huérfanos», sino que iba a enviarles el Espíritu Santo,
quien sería su «Consolador», que estaría siempre «en ellos», que les recordaría
todo lo que él les había enseñado, y que los llevaría a toda la verdad.
El
Espíritu Santo sería, según esa promesa de Jesús, su «Sustituto». «Él estará en
ustedes», les dijo Jesús (Juan 14:17). Antes, Jesús estaba «con» ellos. Ahora,
ya no sería algo externo sino interno, estaría «dentro de ellos».
Es
por esto que consideramos que todo hombre que está unido con Jesucristo de tal manera
que posea la libertad de reconocer su Palabra como dirigida a él mismo y la
obra de Jesucristo como realizada para él, y así mismo posea la libertad de
reconocer también el mensaje de Cristo como una misión que ha de cumplir él
mismo; todo hombre que reconoce y espera indudablemente en virtud de su propia
experiencia y acción humanas, pero no en virtud de su capacidad, decisión y
esfuerzos humanos, sino únicamente basándose en el don libre de Dios, don con
que, precisamente, le es otorgado todo lo indicado. El Espíritu Santo es Dios
manifestado en ese don y esa entrega al hombre.
En
esta tercera parte del Credo vuelve a repetirse el "yo creo", y esto
no sólo por medio del estilo, sino que con ello se nos indica enfáticamente que
el contenido del Credo cristiano se muestra en un nuevo aspecto, lo cual
significa que lo que ahora sigue no se une sin más ni más a lo que hasta aquí
se dijo. Es como si se recogiese el aliento...; es la extraña pausa entre la
Ascensión y Pentecostés.
Lo
que expresa el tercer artículo del Credo se refiere al hombre. Mientras, el
artículo primero y segundo hablan de Dios y del Dios-Hombre, respectivamente,
el tercero habla del hombre. Claro está que no vamos a pretender hacer aquí
ninguna separación, sino que los tres artículos han de entenderse dentro de su
unidad. Se trata ahora del hombre, el cual toma parte, y parte activa por
cierto, en la acción de Dios. El hombre corresponde al Credo; el Credo tiene
que referirse al hombre. He aquí el insólito misterio al que nos acercamos
ahora. En tanto el hombre toma parte libre y activamente en la obra de Dios,
hay una fe en el hombre, es decir, se cree en el hombre. El que esto se
convierta en suceso es debido a la obra del Espíritu Santo, o sea, a la obra de
Dios en la tierra, obra que corresponde a aquella otra, oculta, consistente en
que el Espíritu Santo salga del Padre y del Hijo. ¿En qué consiste esa
participación del hombre en la obra de Dios, en tanto el hombre muestra una
presencia libre y activa? Si todo se quedase en objetividad, resultaría
desconsolador. Y es que hay también lo subjetivo. Actualmente aparece lo
subjetivo como rodeado de malezas que empezaron a crecer en el siglo XVII y que
Schleicrmacher* trató de ordenar sistemáticamente. El privar a lo subjetivo de
su genuinidad no ha sido sino un intento desesperado por hacer volver la verdad
del tercer artículo.
Empecemos
por dejar asentado que existe una conexión general de todos los hombres con
Jesucristo y que todo hombre es hermano de Jesucristo. El murió por todos los
hombres y resucitó también para todos, de modo que a todo hombre se refiere
directamente la obra de Jesucristo52. Este hecho encierra en sí una promesa
para la humanidad entera, y ello mismo es el razonamiento más importante y
únicamente positivo para justificar y explicar eso que llamamos humanidad. No
podrá obrar ni hablar inhumanamente el que haya realizado una vez eso de
"Dios se hizo hombre".
Sin
embargo, al referirnos al Espíritu Santo, no miramos primero a la totalidad de
los hombres, sino a la pertenencia especial de algunos hombres especiales que
pertenecen a Jesucristo. Al hablar del Espíritu Santo, se trata, pues, de
aquellos hombres que están unidos con Jesucristo de manera tan especial que
poseen la libertad de reconocer su palabra, su obra y su mensaje de un modo
determinado y que, por su propia parte, esperan lo mejor para todos los
hombres.
Refiriéndonos
antes a la fe, ya subrayamos el concepto de la libertad. "Donde hay el
espíritu del Señor, allí hay libertad" (2°Corintios 3:17). Lo mejor es
tomar el concepto de la libertad si se pretende circunscribir el misterio del
Espíritu Santo. Recibir el Espíritu, tenerlo, vivir en Espíritu significa ser
libertado y poder vivir en libertad. No todos los hombres son libres. Porque la
libertad no es cosa nada natural ni tampoco simplemente un predicado propio del
hecho de ser hombre. Todos los hombres están destinados a ser libres, pero no
todos viven en esa libertad. Además, desconocemos dónde se halla la línea de
separación "El Espíritu de donde quiere sopla" (Juan 3:8)... El que
el hombre posea el Espíritu no es ningún estado natural, sino que dicha
posesión será siempre una calificación especial, un don de Dios. En toda esta
cuestión se trata pura y simplemente de pertenecer a Jesucristo. Y tocante al
Espíritu Santo, éste no es ni distinto de Jesucristo, ni tampoco algo nuevo; de
manera que el concepto contrario a esto siempre fue un error. El Espíritu Santo
es el espíritu de Jesucristo: "Tomará de lo mío y os lo dará" (Juan
16:14). El Espíritu no es otra cosa que una relación determinada de la Palabra
con el hombre. En Pentecostés, al derramarse el Espíritu Santo, se trata de un
movimiento (pneuma —espíritu— significa: viento) de Cristo hacia el hombre. El
les echó su aliento: "Tomad el Espíritu Santo" (Juan 20:22). Los
cristianos son hombres que han recibido el aliento de Cristo. De aquí que, por
una parte, sea poca toda templanza al hablar del Espíritu Santo; y es que se
trata de la participación del hombre en la palabra y la obra de Cristo.
Sin
embargo, esto que parece tan sencillo resulta, al mismo tiempo, una cosa
altamente incomprensible; porque la participación del hombre es una
participación activa. Si reflexionamos sobre lo que esto significa en última
consecuencia, diremos: el ser aceptado como elemento activo en la gran
esperanza de Jesucristo que vale para todos los hombres en general, no es cosa
nada natural. Aquí estamos ante la respuesta a una pregunta que nos es hecha de
nuevo cada mañana, al despertar. Se trata del mensaje de la Iglesia, y en tanto
oigo ya dicho mensaje se convierte en misión propia que he de cumplir; es
decir, ese mensaje también me es entregado a mí, como cristiano, y con eso me
veo convertido en portador suyo. Al suceder tal cosa me encuentro puesto en una
situación, conforme a la cual yo, por mi parte, he de ver a los hombres, a
todos los hombres, de otra manera que hasta entonces: no tengo otro remedio que
esperar para todos ellos el mayor beneficio.
Oídos
espirituales para percibir la palabra de Cristo, gratitud por su obra y, a la
vez, responsabilidad con respecto a su mensaje y, finalmente, ganar confianza,
precisamente, en los hombres por amor de Jesucristo; he aquí la libertad que
recibimos cuando Cristo nos da su aliento, cuando nos envía su Santo Espíritu.
Si él deja de existir para mí en una lejanía histórica o celestial, teológica o
eclesiástica; si él me viene al encuentro y toma posesión de mí, esto tendrá
por consecuencia que yo oiga, sea agradecido, me haga responsable y,
finalmente, pueda abrigar esperanza para mí y para los demás, o, dicho de otro
modo, la consecuencia será que podré vivir cristianamente.
El
recibir esta libertad es algo enormemente grande y no tiene nada de
comprensible y natural. Por eso es preciso orar diariamente y a cada hora,
suplicando: Veni creator Spiritus! ¡Ven, que oímos la palabra de Cristo y
rebosamos agradecimiento! Como vemos, todo ello forma un círculo completo:
Nosotros no "tenemos" esa libertad, sino que continuamente nos es
ofrecida y otorgada por Dios.
Explicando
el primer artículo dije que la Creación no es un milagro inferior al nacimiento
virginal de Cristo. Ahora quisiera decir, en tercer lugar, lo siguiente: El
hecho de que haya cristianos, o sea, hombres con la libertad de que hablamos,
no es menos milagroso que el nacimiento de Jesucristo del Espíritu Santo y la
virgen María o la creación del mundo “ex nihilo”. Y es que reflexionando sobre
lo que somos y cómo somos, sentimos ansia de clamar, diciendo: ¡Señor, ten
misericordia de nosotros! Este milagro es el que estuvieron aguardando los
discípulos durante diez días después de la Ascensión del Señor. Sólo una vez transcurrida
esa pausa de diez días tuvo lugar el derramamiento del Espíritu Santo y con
ello surgió la nueva congregación. Sucedió, pues, una nueva acción divina, que
sin embargo, como toda obra de Dios, no es más que una confirmación de las
anteriores. Es imposible separar al Espíritu y a Jesucristo. "El Señor es
el Espíritu", dice Pablo (2 Cor. 3:17 ).
Cuando
los hombres reciben y pueden tener el Espíritu Santo, se trata, sin duda, de
una experiencia y una acción humana. Es, desde luego, también cuestión del
entendimiento, de la voluntad e incluso quisiera decir que hasta de la
fantasía. Al hecho de ser cristiano corresponde el que sea poseído el hombre
íntegro, hasta los lugares más recónditos de la llamada
"subconsciencia". La relación de Dios para con el hombre comprende la
totalidad de éste. ¡Cuidado, no obstante, con caer en la incomprensión de
considerar el Espíritu Santo como creación del espíritu humano! Es tradicional
considerar la teología entre las "Ciencias del espíritu", cosa que
ella puede, consentir con buen humor. Pero por lo que atañe al Espíritu Santo,
éste no es idéntico al espíritu humano, sino que se encuentra con él.
Ciertamente, no vamos a denigrar al espíritu humano, y a este respecto los
teólogos no deberían apartarse "clerical" y orgullosamente. Conste, a
pesar de todo, que la libertad aquella de la vida cristiana no procede del
espíritu humano. No hay capacidad, ni posibilidades, ni esfuerzos humanos que
valgan para lograr esa libertad.
Si
sucede que el hombre recibe aquella libertad, y que llega a ser uno que
escucha, un responsable, un agradecido, uno que espera, esto no sucede gracias
a la acción del espíritu humano, sino únicamente a causa de la acción del
Espíritu Santo. Se trata aquí de un nuevo nacimiento, se trata del Espíritu
Santo.
____________________Friedrich Schleiermacher nació en Breslau, Silesia (hoy Polonia). Hijo de un clérigo calvinista. Es posiblemente uno de los teólogos alemanes del siglo XIX de mayor importancia. Proviene de la tradición reformada. Se educó en escuelas moravas y luteranas.
Apreciaba la piedad y el estudio del latín, griego y hebreo de los moravos. Pero se separó de estos ante su resistencia a entrar en diálogo con la filosofía de su tiempo.
Estudió la filosofía kantiana y fue discípulo de Friedrich von Schlegel, un líder del romanticismo en los círculos literarios de Berlín.
Fue ordenado al ministerio en 1794. Fue clérigo en Berlín donde comenzó su asociación con los círculos de la filosofía romántica.
Primer calvinista invitado a enseñar en la Universidad luterana de Halle en 1804.
En 1810 fue el primer teólogo invitado a enseñar en la Universidad de Berlín. Era un ecumenista consumado. Abogó por la unión de las iglesias calvinistas y luteranas en Prusia
SOLI DEO GLORIA
REV. RUBEN DARIO DAZA B.