domingo, 23 de octubre de 2011

CREDO APOSTÓLICO: CREER ES CONFIAR

Capítulo II
CREER ES CONFIAR
EL CREDO DE LOS APÓSTOLES
Cuando empezó la fe cristiana, hubo la necesidad de hacer un compendio de las creencias básicas de la fe y así tener un sólo criterio del cristianismo. Esta necesidad dio origen al Credo Apostólico o Credo de los Apóstoles, para de esta manera enfrentar las otras creencias que estaban infiltrándose entre los nuevos cristianos. En diferentes tradiciones cristianas se repite el Credo como una especie de oración. El Credo está inspirado en los Evangelios, en las Sagradas Escrituras.

 
Credo de los Apóstoles
Yo Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor.
Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
y nació de la Virgen Maria.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.
Fue crucificado, muerto y sepultado.
Descendió a los infiernos.
Al tercer día resucitó de entre los muertos.
Subió a los cielos, y está sentado a la diestra de Dios Padre.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos, el perdón de los pecados,
la resurrección de los muertos, y la vida eterna. Amén.


El Credo empieza con las significativas palabras: Yo creo. Conviene que todo cuanto haya que decirse como base de lo que vamos a tratar se una a ese sencillo principio del Credo. Empecemos con tres frases que circunscriban la esencia de la fe.

La fe cristiana es el don del encuentro, por el cual (en ese encuentro) los hombres son libertados para oír la palabra de gracia hablada por Dios en Jesucristo, y oírla de tal manera que, a pesar de todo cuanto pueda haber en contra, se atengan una y otra vez completa y exclusivamente a la promesa y mandato divinos.

¿De qué trata en realidad, la fe cristiana, el mensaje de la Iglesia, el cual, como quedó dicho, constituye el motivo y el fundamento de la Dogmática? ¿Tratará de la fe de los cristianos y de cómo ellos creen? Ciertamente, no será factible excluir de la predicación el hecho de la forma subjetiva de la fe, o sea, la fides qua creditur *. El cuando y donde se predique el evangelio del que habremos que anunciar, debe hacerse en todo momento y en todo lugar, no importando si ese mensaje ya fue escuchado y aceptado por algunos hombres y mujeres. Pero el hecho de que haya sido creído o nó, será de antemano y renovadamente un hecho poco relevante y de importancia menor frente a lo superior y propio de que se trata en la predicación evangélica, o sea, frente a lo que el cristiano cree, a lo que ha de mantenerse como contenido y objeto de su fe; frente a lo que tenemos que predicar, o sea, frente al objeto de que trata el Símbolo Apostólico diciendo: Creo en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Popularmente, se llama al Símbolo Apostólico, el Credo; pero por '"credo" no se entiende aquí sino muy lejanamente aquello que creemos. Tocante a la fe cristiana, trátase, con carácter decisivo, de un encuentro. Cuando el Credo dice: "Yo creo en...", lo esencial es ese "en", ese eis, ese in (1). El Credo mismo es el que explica ese "en" ese objeto de la fe, del cual vive nuestra fe del cual vive nuestra fe subjetiva. Debemos tener muy en cuenta que el Credo no vuelve a repetir ese "yo creo", que corresponde al hecho de la fe subjetiva. Y no parece fuera muy dichosa la época en que se quebró ese silencio y los cristianos se volvieron elocuentes en cuanto a su obra y la excitación y emoción de experimentar tal cosa acaecida entre los hombres, en tanto guardaban silencio sobre lo que podemos creer. Al callar el Credo lo subjetivo y referirse solamente a lo objetivo, es como habla mejor, más profundamente y con mayor perfección de lo que nos sucede a los hombres y de lo que podemos ser, hacer y experimentar.

Y es que aquí también vale aquello de: "el que quiera ganar su vida la perderá; pero el que la pierda por mi causa, la ganará". Quien pretende salvar y conservar lo subjetivo, lo perderá; pero quien lo entregue por causa de lo objetivo, lo salvará "Yo creo...". Sí, esto es una experiencia y un hecho míos, humanos; es una forma humana de la existencia. Pero ese "yo creo" tiene lugar completamente en el encuentro con alguien que no es humano, sino Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; y en tanto creo, me veo poseído y determinado por ese objeto de mi fe. Lo que me interesa no es mi persona junto con mi fe, sino Aquel en el cual yo creo. Al mismo tiempo, se me permite experimentar que al pensar en El y mirarle no me falta a mí absolutamente nada. "Yo creo..., credo in, es decir: Yo no estoy solo. Los hombres con toda nuestra gloria" y" miseria no estamos solos. Dios nos sale al encuentro y nos defiende como nuestro Señor y Dueño. Cuanto hagamos y suframos en días bonancibles o tormentosos, obrando bien o mal, lo hacemos y sufrimos en medio del encuentro. Yo no estoy solo, sino que Dios me sale al encuentro, y sea como fuere y suceda lo que suceda yo estoy junto con El.

Esto es lo que significa: Creo en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este encuentro con Dios es el encuentro con la palabra de gracia que El ha hablado en Jesucristo. La fe habla de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo como de Aquel que nos ha venido al encuentro como objeto de la fe, y manifiesta con respecto a ese Dios que El es Uno en sí, que se ha hecho Uno en sí por nosotros y que de nuevo se ha hecho Uno en la decisión eterna y, a la vez, realizada en medio del tiempo; la decisión de su amor independiente, espontáneo e incondicional hacia el hombre, hacia todos los hombres: la decisión de su gracia. Lo que, en realidad, confiesa el Credo acerca del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es que Dios es clemente y misericordioso. Esto obliga a reconocer que nosotros ni hemos podido estar junto con El ni lo podemos ni lo podremos jamás por nosotros mismos; que no nos merecemos que El sea nuestro Dios; que no podemos disponer de Él en modo alguno; que Él, finalmente, por pura bondad v usando de su soberana libertad decidió ser el Dios del hombre, nuestro Dios. "Yo tengo misericordia de vosotros", dice Dios; y esto es la Palabra de Dios, el concepto central de todo pensar cristiano. La Palabra de Dios es la palabra de su gracia. Y si tú me preguntas dónde podemos oír esa palabra de Dios, no puedo hacer otra cosa sino remitirte a Él, que es quien nos la deja oír, y no puedo replicarte más que con el gran punto central del Credo, con el segundo artículo, que dice: la palabra de la gracia grande de Dios, la palabra en que Él nos encuentra es Jesucristo, Hijo de Dios e hijo del hombre; Dios y hombre verdadero; "Inmanuel", Dios es con nosotros en ese uno: Jesucristo. La fe cristiana es el encuentro con ese "Inmanuel", el encuentro con Jesucristo y con la Palabra viviente de Dios en él. Al llamar a la Biblia Palabra de Dios (la llamamos así porque lo es), nos referimos a la Sagrada Escritura como testimonio de los profetas y apóstoles, hablando de esa única palabra de Dios, de Jesús, el hombre de Israel, que es el Cristo de Dios, y nuestro Señor y Rey por toda la eternidad. Confesando esto y osando llamar a la predicación de la Iglesia la Palabra de Dios, es menester que se entienda por ello la predicación de Jesucristo, de aquél que por nuestro bien es Dios y hombre verdadero. En él nos encontramos con Dios, y el confesar: ''Creo en Dios", quiere decir, concretamente: Creo en el Señor Jesucristo.

Hemos calificado este encuentro de don. Se trata del encuentro en el cual los hombres son libertados para poder oír la Palabra de Dios. El don y la liberación van juntos; el don como regalo de una libertad, de la gran libertad en la que todas las demás están ya comprendidas. La libertad es el gran don de Dios, el don del encuentro con El. ¿Por qué decimos don, y por qué hablamos del don de la libertad? Porque ese encuentro con Dios a que se refiere el Credo no sucede en vano, lo cual tampoco se debe a que existan una posibilidad y una iniciativa humanas, ni tampoco a que seamos capaces de encontrar a Dios y oír su palabra. Si nos diésemos exacta cuenta de lo que somos capaces, en vano nos esforzaríamos por hallar algo que pudiera considerarse como una especie de disposición nuestra frente a la Palabra de Dios. La realidad es que sin que haya en nosotros ninguna posibilidad propia, se presenta y actúa la gran posibilidad divina y facilita lo que nosotros mismos jamás podríamos facilitar. La libertad es un don divino, el don entregado libremente por Dios, sin que exista preparación ninguna por parte nuestra cuando le encontramos y en este encuentro con El "podemos oír su palabra. El Credo habla en sus tres artículos, refiriéndose al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, de un ser y de una obra que para nosotros son no solamente nuevos, sino también inabordables e incomprensibles. Y si ese modo de ser y esa obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ya son gracia libre de Dios, vuelve a ser gracia el que nos sean abiertos ojos y oídos para reconocerla. Lo mismo que el Credo habla del misterio divino, así estamos nosotros dentro del misterio, tan pronto como se nos revela y tenemos libertad para reconocerlo y vivir en él. Es como enseña Lutero: "Yo creo que ni por medio de mi razón ni de mis propias fuerzas puedo creer en mi Señor Jesucristo o allegarme a él". Al pronunciar: Yo creo, formulo, pues, un conocimiento de la fe, sabiendo que Dios sólo puede ser conocido por Dios mismo.

El que podamos repetir esto con fe, significa alabanza y gratitud por el hecho de que el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo sea lo que es y haga lo que hace, descubriéndoseme y revelándoseme como destinado para mí y yo destinado para El. Yo alabo y doy gracias por el hecho de haber sido escogido y llamado y libertado por mi Señor para sí mismo. Y entonces es ahí cuando creo. Lo que hago con creer es lo que me corresponde hacer, es aquello para lo cual he sido invitado y libertado por Aquel capaz de realizar lo que yo mismo ni siquiera podría iniciar y mucho menos concluir. Es decir; yo hago uso del don en el cual Dios mismo se me ha entregado. Respiro, pero gozoso y libre, con una libertad que ni me he tomado ni he buscado ni he encontrado, sino con la libertad en que Dios ha venido a mí y se ha hecho cargo de mí. Y es que aquí se trata de la libertad de oír la palabra de la gracia de una manera tal, que el hombre se pueda confiar en dicha palabra, lo cual, a la vez, significa, que esa palabra me es fidedigna. ¡Cuan lleno está el mundo de palabras! Hoy en día vemos lo que supone cuando se presenta la inflación de la palabra, o sea, cuando todas las palabras de viejo cuño pierden su valor y dejan de ser cotizadas! Pero cuando se cree en el Evangelio, la palabra ha hallado merecida confianza, pues ha sonado de tal modo que el que escuchaba no ha podido sustraerse a ella. En este caso, la palabra ha conservado su sentido verdadero y se ha impuesto.

Esa extraña palabra en que cree la fe es la Palabra de Dios, Jesucristo, en el cual Dios ha hablado su palabra a los hombres de una vez para siempre. Así es como fe es también confianza. Confianza es un acto por el cual el hombre puede basarse en la fe de otro, cuya promesa tiene valor y cuyas exigencias son necesarias. Yo creo significa: Yo confío; esto es, ni tengo que confiar más en mí mismo, ni tampoco necesito justificarme más ni disculparme ni pretender salvarme y persistir por mí mismo, lo cual significa, también, que ahora todo ese esfuerzo máximo del hombre por mantenerse erguido y darse la razón a sí mismo no tiene ya razón de ser. Yo creo... Sí; pero no creo en mí, sino en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. También resulta, pues, innecesario e inútil la confianza en cualquier autoridad apelativa que se me ofrezca como fidedigna o, dígase, como áncora de salvación a que atenerse; e inútil e innecesaria será, asimismo, la confianza en otros dioses, los dioses erigidos por los hombres ayer y hoy, venerados y adorados. También ellos pretenden ser la instancia en que confiar. En realidad, son dioses, bien se llaman ideas, bien fuerzas del destino o tengan otro nombre cualquiera. La fe nos libra de la confianza en tales dioses y con ello también del temor de ellos y de los desengaños que inevitablemente nos causarían. Ahora podemos ser libres con la confianza en Aquel que es merecedor de ella; libres en tanto nos atenemos a Aquel que, a diferencia de todas las demás instancias, es y será siempre fiel. Por lo que atañe a nosotros mismos, jamás nos seremos fieles, pues nuestro camino humano, o fuera de tal, nos lleva de una infidelidad a otra, y así sucede también con el camino de los dioses de este mundo; no cumplen lo que prometen.

Por eso no se llega nunca a una serenidad y claridad verdaderas. Solo hay fidelidad en Dios, y la fe es la confianza de poder atenerse a Él, a su promesa y a su mandato. Atenerse a Dios significa: confiarse plenamente en Él sabiendo esto: Dios está ahí para mí; y viviendo en esta seguridad. La promesa que Dios nos hace es ésta: Yo estoy aquí para ti. Pero esta promesa significa inmediatamente también mandato, lo cual quiere decir para mí: No estoy a merced de mi capricho o de mis ideas, sino que existe para mí un mandamiento al que puedo atenerme durante toda mi existencia terrenal. El Credo siempre es, al mismo tiempo, evangelio, buena nueva de Dios para los hombres, mensaje de ese Emmanuel (Dios con nosotros) y, como tal, necesariamente, también ley. No pueden separarse el Evangelio y la Ley, sino que son una sola cosa, constituyendo el Evangelio lo primordial. Es decir, la Buena Nueva es lo primero que se presenta, y como Buena Nueva contiene la Ley. Porque Dios está de nuestra parte, nosotros también podemos estar por Él. Porque Él se nos ha entregado como don, podemos nosotros también entregarle agradecidos lo poco que poseemos. Por consiguiente, atenerse a Dios significará en todo caso y lugar: Recibirlo todo sola y completamente de Dios, y así laborar sola y completamente para Él.

Al principio lo decíamos: ...que los hombres "a pesar de todo cuanto pueda haber en contra se atengan de una vez para siempre, completa y exclusivamente a la promesa y mandato divinos". En estas cuatro categorías vuelve a quedar caracterizada la fe como confianza. Al decir que en la fe se trata de hacer frente definitiva, completa y exclusivamente, es imprescindible no olvidar que la fe es un privilegio y no una obligación. Tan pronto como la cuestión se convierte en un caso supuesto, se pierde lo que de magnífico tiene la fe. Esa excelencia de la fe no consiste en que seamos llamados a realizar algo que se nos impone y que sobrepasa a nuestras fuerzas. La fe es, más bien, una libertad, un permiso. Es permisible que el creyente en la Palabra de Dios se pueda atener a ella en todo y a pesar de cuanto se oponga a esa actitud. La cosa es así: Nunca se cree "a causa de" algo, ni "basándose en...", sino que hay un despertar a la fe, pese a todo. Los hombres de la Biblia no llegaron a ser creyentes a causa de estas o aquellas demostraciones, sino que un buen día fueron puestos en condiciones tales que podían creer e incluso tenían que creer, a pesar de todo. Fuera de su palabra, Dios permanece escondido para nosotros; pero le tenemos revelado en Jesucristo. Si damos de lado a Jesucristo, no debe extrañarnos el no encontrar a Dios y el experimentar equivocaciones y desengaños o que el mundo nos parezca tenebroso. Si creemos, hemos de creer, a pesar de todo, en esa ocultación de Dios, la cual nos recuerda necesariamente los límites de nuestra humanidad. "No creemos por nuestra propia razón, ni por nuestros propios esfuerzos". Esto lo sabe todo aquel que cree de verdad. El mayor obstáculo de la fe es, por decirlo sencillamente, el orgullo y el miedo de nuestro propio corazón humano. Y es que no quisiéramos vivir de la gracia, pues hay algo en nosotros que se subleva contra ello enérgicamente. No quisiéramos que se nos conceda la gracia, sino, a lo más, concedérnosla nosotros a nosotros mismos.

La vida del hombre consiste en ese fluctuar entre el orgullo y la angustia. Pero la fe supera lo uno y lo otro, cosa que el hombre no puede hacer por sus propias fuerzas. No nos es posible libertarnos a nosotros mismos del orgullo y la angustia de vivir, sino que siempre se tratará de un movimiento de oposición, por cierto también, y no en último término, a pesar de nosotros mismos. Si resumimos todo cuanto se alza en contra, calificándolo de poder de contradicción, sospecharemos lo que quiere decir la Sagrada Escritura con el diablo que habló: "¿Conque Dios os ha dicho...?". ¿Es cierta la palabra de Dios? Si se tiene fe, será posible dejar a ese diablo con un palmo de boca abierta; pero el creer no es ninguna heroicidad humana. ¡Cuidado con hacer de Lutero un héroe, pues él mismo no se sintió así, antes bien sabía que si podemos resistir es gracias al permiso, a la libertad que únicamente puede ser recibida con la más profunda humildad!

En segundo lugar, se trata en la fe de una decisión definitiva. La fe no es una opinión que podría sustituirse por otra. Aquel que crea temporalmente, no sabe lo que es creer. Fe significa una relación definitiva. Y es que en la fe se trata de Dios y de eso que El ha hecho por nosotros de una vez para siempre. Esto no excluye que haya vacilaciones en la fe, pero teniendo presente su objeto (el objeto a que se refiere la fe), la fe es una cosa definitiva. El que haya creído una vez, cree ya para siempre. No hay que asustarse de esto, sino, más bien, considerarlo como una invitación. En la fe es posible sentirse confuso y dudar, pero todo el que haya creído una vez posee algo así como un character indelebilis**. Y puede estar seguro de ser sostenido. A todo aquel que lucha con su incredulidad debe aconsejársele que no la tome demasiado en serio. Lo único que sí ha de tomarse en serio es la fe, y si tenemos fe como un grano de mostaza, esto bastará para ganar el juego al diablo.

Y, en tercer lugar, en la fe se trata de una cosa con la que podemos atenernos exclusivamente a Dios; exclusivamente, porque Dios es el Único que es fiel. Hay también fidelidad humana o sea, una fidelidad divina que nos mira, alegra y fortalece de nuevo como criaturas suyas; pero donde exista dicha fidelidad, su fundamento será siempre la fidelidad divina. Fe es la libertad de confiar sólo en Dios, sola gratia y sola fide, lo cual no significa un empobrecimiento de la vida humana, sino, al contrario, significa que se nos ha donado toda la riqueza divina.

Finalmente, podemos atenernos por completo a la Palabra de Dios. En cuanto, a la fe, no se trata de un terreno especial, por ejemplo, el religioso, sino que se trata de la vida verdadera en toda su totalidad, se trata de las cuestiones externas tanto como de las interiores, de lo corporal como de lo intelectual, de lo claro como de lo oscuro en nuestra vida. Se trata, en fin, de que mirándonos a nosotros mismos y también a los demás y a la humanidad entera, podemos confiarnos en Dios; se trata, pues, de toda la vida y de toda la muerte. Y la libertad para toda esa amplísima confianza es la fe.

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* Las expresiones Latinas: fides qua creditur, fides quae creditur. Literalmente, "la fe por la cual se cree" y "la fe que se cree", respectivamente. Los términos se refieren a dos aspectos de la fe cristiana: lo interno y lo externo. La fides qua creditur es el medio por el cual se recibe la revelación que hace Dios de sí mismo (esto es, la práctica de la confianza en Dios como actitud interna), mientras que la fides quae creditur es el contenido o la composición verdadera de lo que Dios revela (esto es, la aceptación intelectual de ciertas declaraciones sobre Dios). Fides qua creditur responde a la pregunta sobre cómo uno cree en Dios; fides quae creditur responde a la pregunta de qué es lo que uno cree de Dios.
**Character indelebilis: Se refiere al efecto indeleble que la iglesia católica atribuye al bautismo y a la ordenación sacerdotal.
(1) Partículas griega y latina, respectivamente. N. del T.

SOLI DEO GLORIA


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  1. No podemos confiar en alguien que no conocemos, y ese es el secreto de aprender a confiar en Dios. Cuando alguien dice, "Confía en mí," tenemos una de dos reacciones. Podemos decir, "Sí, yo confiaré en te", o podemos decir, "¿Por qué debo hacerlo?" En el caso de Dios, confiando en Él sigue naturalmente cuando entendemos por qué deberíamos hacerlo.

    La principal razón por la que debemos confiar en Dios es que Él es digno de nuestra confianza. A diferencia de los hombres, Él nunca miente y nunca falla para cumplir con Sus promesas. "Dios no es hombre, para que mienta, Ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?" (Números 23:19; Salmo 89:34). A diferencia de los hombres, Él tiene el poder para llevar a cabo todo lo que planea y propone hacer. Isaías 14:24 nos dice, "Jehová de los ejércitos juró diciendo: Ciertamente se hará de la manera que lo he pensado, y será confirmado como lo he determinado." Además, sus planes son perfectos, santos y justos, y “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” (Romanos 8:28). Si nos esforzamos en conocer a Dios a través de Su Palabra, vamos a ver que Él es digno de nuestra confianza y nuestra confianza en Él crecerá diariamente. Conocerlo es confiar en Él.

    Podemos aprender a confiar en Dios al ver cómo Él ha demostrado Su confiabilidad en nuestras vidas y las vidas de otros. En 1 Reyes 8:56 leemos: "Bendito sea Jehová, que ha dado paz a su pueblo Israel, conforme a todo lo que él había dicho; ninguna palabra de todas sus promesas que expresó por Moisés su siervo, ha faltado.” El registro de las promesas de Dios está ahí en Su Palabra para ser visto por todos, tal como el registro de Su cumplimiento. Los documentos históricos verifican esos acontecimientos y hablan de la fidelidad de Dios con Su pueblo. Cada cristiano puede dar testimonio personal de la confiabilidad de Dios al ver Su obra en nuestras vidas, cumpliendo con Sus promesas de salvar nuestras almas y usarnos para Sus propósitos (Efesios 2:8-10) y consolarnos con la paz que sobrepasa todo entendimiento al correr la carrera que Él ha planeado para nosotros (Filipenses 4:6-7; Hebreos 12:1). Cuanto más experimentamos Su gracia, fidelidad, y bondad, más confiamos en Él (Salmo 100:5; Isaías 25:1).

    Una tercera razón para confiar en Dios es que no tenemos una alternativa razonable. ¿Debemos confiar en nosotros mismos o en otros que son pecaminosos, impredecibles, no fiables, que tienen un límite de sabiduría, y que con frecuencia hacen malas elecciones y decisiones influidas por la emoción? O ¿confiamos en el sabio, omnisciente, todopoderoso, clemente, misericordioso, y amoroso Dios que tiene buenas intenciones para nosotros? La elección debería ser obvia, pero fracasamos en confiar en Dios porque no le conocemos. Como ya se ha dicho, no podemos esperar a confiar en alguien que es esencialmente un extraño para nosotros, pero esto es fácilmente subsanable. Dios no se ha hecho difícil de encontrar o conocer. Todo lo que necesitamos saber acerca de Dios, Él gentilmente hizo disponible a nosotros en la Biblia, Su Santa Palabra a Su pueblo. Conocer a Dios es confiar en Él.

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