Capítulo IV
CREER ES CONFESAR
La fe cristiana es la decisión en la cual los hombres tienen libertad de responder públicamente de su confianza en la palabra de Dios y su conocimiento de la verdad en Jesucristo en el lenguaje de la Iglesia, pero también adoptando una posición en las cosas del mundo, y, sobre todo, manifestándose en hechos y en el comportamiento correspondiente. Karl Barth en Carta a los Romanos.
La fe cristiana es una decisión. Tenemos que empezar y vamos a empezar, justamente, con esta frase. Claro está que la fe cristiana es un suceso dentro del misterio existente entre Dios y el hombre: Es el suceso de la libertad con la cual Dios actúa frente a ese hombre y al cual también El mismo le concede esa libertad. Esto no excluye, antes lo contrario, incluye el que allí donde es creído el Credo Cristiano tenga lugar la Historia: o sea, que, dentro de lo temporal, el hombre emprenda, consiga y lleve a cabo una cosa. Fe es el misterio de Dios mostrándose; fe es la libertad de Dios y la libertad del hombre en acción. Donde nada suceda (bien entendido, donde nada suceda visible y auditivamente en el tiempo) tampoco sería posible creer.
Y es que la fe cristiana es fe en Dios, y al confesar el Credo, nombrando a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, quiere indicar con ello que Dios mismo, en su vida interior y en esencia, no es cosa muerta, ni pasiva, ni inactiva, sino que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo existe en una relación y un movimiento internos, los cuales pueden calificarse muy bien de historia o de suceso. Dios mismo no es superhistórico, sino histórico, y este Dios ha tomado por sí mismo la resolución, una resolución eterna en la cual se basa todo cuanto dice el Credo. Nuestros padres (los antiguos Teólogos Reformistas)1 lo llamaban el Decreto de la creación y de la alianza y de la redención. Ese designio de Dios fue llevado a cabo en el tiempo y de una vez para siempre en la obra y palabra de Jesucristo, al cual testimonia concretamente el segundo artículo del Credo: "Padeció bajo Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado..." La fe es aquello con lo cual el hombre corresponde a ese ser y esencia y acción de Dios históricos. La fe está relacionada con el Dios que es histórico en sí mismo y que ha tomado una resolución que habría de ser histórica y que ha puesto esa historia en marcha y llevándola a su fin. Una fe cristiana que no fuera historia no sería fe cristiana ni fe "en"... En el momento en que se cree cristianamente, surge y crece una imagen histórica; aparece entre los hombres, entre los contemporáneos y los no contemporáneos, una comunidad, una colectividad, una cofradía. Pero, además de esto, y gracias a esa comunidad, allí donde se cree cristianamente tiene lugar de un modo necesario e ineludible una predicación y un mensaje humanos dirigidos al mundo que se halla fuera de esa comunidad y cofradía: Diríase que se ha encendido una luz que brilla para todos los que están en la casa. En otros términos: Cuando hay fe cristiana aparece y vive la Iglesia de Dios en el mundo y para el mundo; Israel se reúne al margen de todos los pueblos del universo y así se junta también la Iglesia para sí —la comunión de los santos—, pero no como un fin en sí misma, sino como imagen del siervo de Dios, al cual Dios ha puesto para todos: el Cuerpo de Cristo.
Ahora llegamos a lo de la obra humana en correspondencia con la obra de Dios y con su manera de ser en la elección de su gracia: La historia, que es la formación de la Iglesia, tiene lugar en la correspondencia de la obediencia. Fe es obediencia y no sólo un sometimiento pasivo. En el caso de existir la obediencia, es que el hombre ha elegido, y lo que ha elegido es la fe, en lugar de lo contrario, o sea, la incredulidad; la confianza, en lugar de la desconfianza; el conocimiento, en lugar de la ignorancia.
Fe significa elegir entre la fe y la incredulidad, entre la fe errónea y la superstición. La fe es el hecho con el cual el hombre se enfrenta con Dios de la manera que corresponde a Dios. Porque esa obra se realiza avanzando el hombre un paso fuera de la neutralidad frente a Dios, fuera de una relación puramente convencional de nuestro ser y nuestra actitud frente a El; fuera de la esfera privada, para adentrarse en la decisión, el compromiso y la manifestación externa. Sin esta dirección hacia lo público, sin ese afrontar la dificultad de manifestarse públicamente, la fe en sí ya es incredulidad, fe errónea, superstición. Porque la fe que confiesa al Padre, al Hijo y el Espíritu Santo no puede negarse a manifestarse públicamente.
"La fe cristiana es la decisión en la cual los hombres tienen libertad..." así decíamos en el enunciado del presente capítulo. Trátase aquí también, al hablar de la responsabilidad pública, de un permiso concedido al hombre y de una puerta abierta y a esto es lo que, precisamente, se llama libertad. A la libertad de confiar y de conocer se une ahora, necesariamente, la libertad de la responsabilidad. No es posible separar estas libertades entre sí. El que quisiera tener libertad solamente para confiar en Dios, renunciando por su parte al conocimiento, no confiaría de verdad; y si alguien tuviese toda la confianza y todo el conocimiento, pero careciese de libertad para poder ser públicamente responsable de ambos, habría que decirle a la cara: tu confianza y tu conocimiento son falsos. Según la Iglesia Cristiana confiesa, Dios mismo es Aquél que no quiso permanecer escondido, ni tampoco ser Dios únicamente para sí mismo, sino que El sale de su majestad soberana, rompiendo el misterio, y desde la altura de su existencia divina baja a la miseria del cosmos creado por El. Es Dios mismo el que se revela como tal.
Todo el que crea en ese Dios no podrá querer ocultar ese don de Dios, ese amor y consuelo y luz divinos, ni podrá ocultar tampoco su confianza en la Palabra y su conocimiento. La palabra y la obra del hombre creyente no pueden ser de ninguna manera una cosa neutral y sin compromiso: donde haya fe, sucederá que la doxa, la gloria, el resplandor divino, se manifestarán en esta tierra. En cambio, al no brillar la gloria de Dios de una u otra manera, o quizás sólo apagadamente por nuestra manera de ser o de no ser, entonces no habría fe, y el consuelo y la luz que recibimos de Dios no lo habríamos recibido en realidad. La gloria de Dios se manifiesta en el cosmos, y el nombre del Santo es santificado en la tierra siempre y donde haya hombres que puedan creer y siempre y donde se congregue y actúe el pueblo de Dios, la Iglesia de Dios. Donde haya fe, tendrá el hombre la libertad soberana (el hombre en toda su limitación y debilidad, en toda su perdición y locura) de hacer resplandecer esa luz de la doxa, de la gloria de Dios. No se pide más de nosotros; pero sí se pide eso de nosotros. Esta responsabilidad pública de nuestra confianza en la Palabra de Dios y nuestro conocimiento de la verdad de Jesucristo, es el concepto general de lo que en sentido cristiano ha de llamarse confesar y confesión.
"La fe cristiana es la decisión en la cual los hombres tienen libertad..." así decíamos en el enunciado del presente capítulo. Trátase aquí también, al hablar de la responsabilidad pública, de un permiso concedido al hombre y de una puerta abierta y a esto es lo que, precisamente, se llama libertad. A la libertad de confiar y de conocer se une ahora, necesariamente, la libertad de la responsabilidad. No es posible separar estas libertades entre sí. El que quisiera tener libertad solamente para confiar en Dios, renunciando por su parte al conocimiento, no confiaría de verdad; y si alguien tuviese toda la confianza y todo el conocimiento, pero careciese de libertad para poder ser públicamente responsable de ambos, habría que decirle a la cara: tu confianza y tu conocimiento son falsos. Según la Iglesia Cristiana confiesa, Dios mismo es Aquél que no quiso permanecer escondido, ni tampoco ser Dios únicamente para sí mismo, sino que El sale de su majestad soberana, rompiendo el misterio, y desde la altura de su existencia divina baja a la miseria del cosmos creado por El. Es Dios mismo el que se revela como tal.
Todo el que crea en ese Dios no podrá querer ocultar ese don de Dios, ese amor y consuelo y luz divinos, ni podrá ocultar tampoco su confianza en la Palabra y su conocimiento. La palabra y la obra del hombre creyente no pueden ser de ninguna manera una cosa neutral y sin compromiso: donde haya fe, sucederá que la doxa, la gloria, el resplandor divino, se manifestarán en esta tierra. En cambio, al no brillar la gloria de Dios de una u otra manera, o quizás sólo apagadamente por nuestra manera de ser o de no ser, entonces no habría fe, y el consuelo y la luz que recibimos de Dios no lo habríamos recibido en realidad. La gloria de Dios se manifiesta en el cosmos, y el nombre del Santo es santificado en la tierra siempre y donde haya hombres que puedan creer y siempre y donde se congregue y actúe el pueblo de Dios, la Iglesia de Dios. Donde haya fe, tendrá el hombre la libertad soberana (el hombre en toda su limitación y debilidad, en toda su perdición y locura) de hacer resplandecer esa luz de la doxa, de la gloria de Dios. No se pide más de nosotros; pero sí se pide eso de nosotros. Esta responsabilidad pública de nuestra confianza en la Palabra de Dios y nuestro conocimiento de la verdad de Jesucristo, es el concepto general de lo que en sentido cristiano ha de llamarse confesar y confesión.
Se trata aquí de la responsabilidad pública de lo que diga la Iglesia; pero también al tomar el hombre una actitud frente a las cosas del mundo y, sobre todo, al manifestarse en hechos y en la manera de comportarse. Se trata pues, si no me equivoco, de que en estas tres determinantes del concepto de la responsabilidad pública tenemos tres formas del confesar cristiano que, por otra parte, no pueden separarse ni enfrentarse unas contra otras, sino que por necesidad han de ser pensadas en conjunto; y dicho confesar cristiano es, por su parte, una forma esencial necesaria de la fe cristiana. Por eso lo que en seguida pasamos a exponer ha de comprenderse sintéticamente.
Primero: En la fe tenemos la libertad de manifestar públicamente en el lenguaje de la Iglesia nuestra confianza y nuestro conocimiento. ¿Qué quiere decir esto? La Iglesia de Dios tuvo indudablemente en todo tiempo su propio lenguaje. También en la Historia tiene la Iglesia su propia historia y ha seguido su propio camino. Al pronunciar su confesión, lo hace mirando a su propia historia especial. Esto significa que se encuentra en una conexión especial concreta e histórica, la cual ha venido formando y seguirá formando siempre su lenguaje. Así es como el lenguaje de la fe, el lenguaje de la responsabilidad pública que debemos usar necesariamente los cristianos, acaba por ser, a lo menos en su sencillez, el lenguaje de la Biblia, el de la Biblia hebrea y griega y sus versiones y, asimismo, el lenguaje de la tradición cristiana; en el cual la Iglesia Cristiana, al correr de los siglos, ha cobrado, defendido y explicado su conocimiento en determinadas formas de pensamiento, concepto e ideas. Dándole su propio nombre, diremos que hay un "lenguaje de Canaán". Cuando el cristiano confiesa su fe, o sea cuando se trata de hacer brillar la luz que ha sido encendida en nosotros, ninguno podrá ni deberá evitar hablar en ese lenguaje propio.
Al fin y al cabo, si han de manifestarse exactamente las cuestiones de la fe cristiana, así como también nuestra confianza en Dios y su palabra; si han de manifestarse, por así decirlo, tal y como son (y siempre será rigurosamente necesario que esto suceda, a fin de que las cosas sean claras) entonces será inevitable que suene animosamente el lenguaje de Canaán. Y es que hay ciertas luces e indicaciones para el camino y también ciertas advertencias consoladoras que sólo pueden expresarse directamente en dicho lenguaje. Si alguien pretendiese ser tan sensible y quisiera andar demasiado cuidadosamente con su alma, diciendo por ejemplo: Yo creo, pero mi fe es tan profunda e interior que ni siquiera consigo pronunciar con mis propios labios las palabras de la Biblia y me cuesta también, incluso, pronunciar el nombre de Dios, por no decir nada del nombre de Cristo o de la sangre de Jesucristo o del Espíritu Santo; al que hablase así, yo le diría: Querido amigo, posiblemente, eres un hombre muy sensible e iluminado, pero piensa en que se te ha concedido el privilegio de confesar tu fe públicamente. ¿O es tu timidez, acaso, otra cosa que el miedo de salir de tu esfera privada y libre de compromisos? ¡Pregúntate a ti mismo!.
Al fin y al cabo, si han de manifestarse exactamente las cuestiones de la fe cristiana, así como también nuestra confianza en Dios y su palabra; si han de manifestarse, por así decirlo, tal y como son (y siempre será rigurosamente necesario que esto suceda, a fin de que las cosas sean claras) entonces será inevitable que suene animosamente el lenguaje de Canaán. Y es que hay ciertas luces e indicaciones para el camino y también ciertas advertencias consoladoras que sólo pueden expresarse directamente en dicho lenguaje. Si alguien pretendiese ser tan sensible y quisiera andar demasiado cuidadosamente con su alma, diciendo por ejemplo: Yo creo, pero mi fe es tan profunda e interior que ni siquiera consigo pronunciar con mis propios labios las palabras de la Biblia y me cuesta también, incluso, pronunciar el nombre de Dios, por no decir nada del nombre de Cristo o de la sangre de Jesucristo o del Espíritu Santo; al que hablase así, yo le diría: Querido amigo, posiblemente, eres un hombre muy sensible e iluminado, pero piensa en que se te ha concedido el privilegio de confesar tu fe públicamente. ¿O es tu timidez, acaso, otra cosa que el miedo de salir de tu esfera privada y libre de compromisos? ¡Pregúntate a ti mismo!.
Una cosa es segura: Si la iglesia cristiana no se atreve a confesar usando su propio lenguaje, suele también' no confesar absolutamente nada. Entonces se convierte en una congregación de los "apartados" y ojalá no acabe por ser una congregación o iglesia de perros mudos. Si hay fe, en seguida se presenta con urgencia la cuestión de si no habría que hablar alegre y confiadamente, como la Biblia ha hablado y también como en tiempos antiguos y modernos la Iglesia misma ha hablado y tiene que hablar. Porque cuando la fe se muestra en su libertad y gozo, se ensalza y canta la alabanza de Dios verdaderamente también en ese lenguaje de Canaán.
Segundo: Pero en esto no puede consistir todo el testimonio, y, ciertamente, se necesita mucho más para completar el concepto del confesar. Hemos de tener cuidado de no figurarnos la confesión como una cuestión de fe que sólo debe y tiene que ser manifestada "dentro de la Iglesia", como si el confesar fuera, todo lo más, con objeto de hacer visible el espacio de la Iglesia y quizás extenderlo un poco más adentrándolo en el mundo. El espacio de la Iglesia ya está en el mundo; lo dice el hecho palpable de que la Iglesia se encuentre situada en un pueblo o una ciudad, junto a la escuela, al cine o a la estación.
El lenguaje de la Iglesia no puede pretender ser un fin en sí. Es necesario que se advierta que la Iglesia está en el mundo y para el mundo y que la luz resplandece en las tinieblas. Así como Cristo no ha venido para ser servido, tampoco el cristiano puede existir en su propia fe, como si él y los demás cristianos habrían de vivir para sí mismos. Quiere decir esto, que la fe exige necesariamente, dentro de la manifestación de la confianza y del conocimiento, que se adopte una determinada actitud de carácter mundano. La confesión, si es seria y clara, habrá de ser también traducible en el lenguaje de todo el mundo: del hombre y la mujer, es decir, del lenguaje de aquellos que no están acostumbrados a leer la Biblia o a usar el himnario, sino que se valen de otra terminología y tienen otros intereses. Ese es el mundo al cual Cristo ha enviado a sus discípulos y en el cual todos nosotros vivimos y, por consiguiente, ninguno de nosotros es solamente cristiano, sino que al mismo tiempo todos integramos una parte del mundo. Por eso se hacen necesarias las actitudes de tipo secular y el traslado de nuestra responsabilidad a ese terreno del mundo. Porque la confesión de fe ha de realizarse aplicándola a la vida que todos vivimos, a los problemas de nuestra existencia diaria referentes a cuestiones teóricas y prácticas de lo cotidiano. Es nuestra fe una cosa real, entonces habrá de penetrar en nuestra vida. Claro está, la confesión, cristiana pronunciada de una manera propia siempre estará expuesta a la incomprensión: se pensará que para el cristiano el Credo es una cuestión de conciencia y corazón, pero que en la tierra y en el mundo imperan otras verdades. El mundo está viviendo realmente en dicha incomprensión y considera el cristianismo entero como un "hechizo" amable perteneciente al "terreno religioso", que se respeta y que debe permanecer..., y con eso se desentiende el mundo de toda la cuestión. La misma incomprensión podría proceder de dentro; cabría pensar, por ejemplo, que un cristiano pretenda tener únicamente para sí ese terreno y cuidar la fe como una flor sensitiva.
El lenguaje de la Iglesia no puede pretender ser un fin en sí. Es necesario que se advierta que la Iglesia está en el mundo y para el mundo y que la luz resplandece en las tinieblas. Así como Cristo no ha venido para ser servido, tampoco el cristiano puede existir en su propia fe, como si él y los demás cristianos habrían de vivir para sí mismos. Quiere decir esto, que la fe exige necesariamente, dentro de la manifestación de la confianza y del conocimiento, que se adopte una determinada actitud de carácter mundano. La confesión, si es seria y clara, habrá de ser también traducible en el lenguaje de todo el mundo: del hombre y la mujer, es decir, del lenguaje de aquellos que no están acostumbrados a leer la Biblia o a usar el himnario, sino que se valen de otra terminología y tienen otros intereses. Ese es el mundo al cual Cristo ha enviado a sus discípulos y en el cual todos nosotros vivimos y, por consiguiente, ninguno de nosotros es solamente cristiano, sino que al mismo tiempo todos integramos una parte del mundo. Por eso se hacen necesarias las actitudes de tipo secular y el traslado de nuestra responsabilidad a ese terreno del mundo. Porque la confesión de fe ha de realizarse aplicándola a la vida que todos vivimos, a los problemas de nuestra existencia diaria referentes a cuestiones teóricas y prácticas de lo cotidiano. Es nuestra fe una cosa real, entonces habrá de penetrar en nuestra vida. Claro está, la confesión, cristiana pronunciada de una manera propia siempre estará expuesta a la incomprensión: se pensará que para el cristiano el Credo es una cuestión de conciencia y corazón, pero que en la tierra y en el mundo imperan otras verdades. El mundo está viviendo realmente en dicha incomprensión y considera el cristianismo entero como un "hechizo" amable perteneciente al "terreno religioso", que se respeta y que debe permanecer..., y con eso se desentiende el mundo de toda la cuestión. La misma incomprensión podría proceder de dentro; cabría pensar, por ejemplo, que un cristiano pretenda tener únicamente para sí ese terreno y cuidar la fe como una flor sensitiva.
Se ha venido considerando la relación entre la Iglesia y el mundo como una cuestión de fijar limpiamente las fronteras, cuestión que conduce a que cada cual se atrinchere detrás de su propia frontera, aunque, de vez en cuando, no faltan pequeños tiroteos. Por lo que respecta a la Iglesia, ella no podrá considerar jamás como misión suya dicha limpieza de la frontera, antes al contrario; ha de decirse del carácter de la Iglesia que su misión es única, pues consiste en pronunciar fuertemente su confesión, adentrándose en el terreno del mundo; pero al hacerlo, no lo hará en el lenguaje de Canaán, sino en el lenguaje escueto y completamente inedificante que suele usarse allá fuera. Se trata pues de una traducción, por ejemplo: una traducción del lenguaje de la Iglesia para la prensa. Es decir, el mundo necesita oír en lenguaje profano lo que se dice en lenguaje eclesiástico. Y el cristiano no debe temer el tener que expresarse, a veces, en tono poco edificante. Y el que no pueda adaptarse a esto, mire no le vaya a ser difícil hablar de manera edificante en la misma Iglesia. ¡Ya conocemos ese lenguaje del pulpito y del altar que fuera de los muros de la Iglesia parece chino! ¡Guardémonos de permanecer estancados, resistiéndonos a avanzar para adoptar actitudes profanas. Un ejemplo: En el año 1933 había en Alemania mucho cristianismo serio, profundo, vivo, y una confesión de fe, gracias a Dios. Pero, lamentablemente, esa fe y esa confesión de la Iglesia alemana no se salieron del lenguaje de la Iglesia, y lo que así solía sonar perfectamente, no fue traducido al lenguaje político de entonces. De haberse traducido, se hubiera visto claramente que la Iglesia Evangélica se pronunciaba en contra del nacional socialismo, atacándolo en sus mismas raíces. Convengamos en que la confesión de la cristiandad no se realizó entonces en la forma profana exigida.
Otro ejemplo: También hoy existe un cristianismo serio y vivo. Yo estoy seguro de que los terribles sucesos acaecidos habrán despertado en muchos hambre y sed de la Palabra de Dios y que ha sonado una gran hora para la Iglesia. ¡Ojalá no vuelva a suceder que se levanten únicamente los muros de la Iglesia o se reafirmen, y los cristianos se reúnan meramente entre sí! Cierto, es preciso trabajar teológicamente con toda intensidad, pero no olvidemos que todo cuanto suceda en la Iglesia, tiene que surgir también hacia afuera en forma profana. Una Iglesia Evangélica que decidiera hoy no tomar actitud alguna frente a la cuestión de la culpa con respecto a los sucesos recientes; una Iglesia que se resista a oír hablar de esa cuestión, a la cual ha de contestarse, realmente, por causa del futuro, se habría condenado a sí misma de antemano a la esterilidad. Una Iglesia que no haya visto claramente la misión que tiene frente al pueblo, no sólo prestando enseñanza cristiana en forma directa, sino también haciendo ver esa enseñanza con palabras que traten también los problemas diarios; una Iglesia que no estuviese convencida de la necesidad de buscar tales palabras, se cavaría su propio sepulcro en cualquier rincón de un cementerio. ¡Que cada cristiano sepa claramente cómo creer! Mientras su fe permanezca encerrada en la concha donde más gusta estar, sin preocuparse de la vida del pueblo; mientras el cristiano viva así en el dualismo, no tiene, en realidad, fe alguna. La concha del caracol no es estancia apetecible. No es bueno estar allí. El hombre es algo integral y sólo puede existir como ser integral.
Finalmente, la última frase de nuestro enunciado dice: "Manifestándose en hechos y en el comportamiento correspondiente". Con toda intención, he diferenciado este tercer punto nuevamente de los dos anteriores. ¡De qué aprovecharía al hombre si hablara y confesara en el lenguaje más fuerte y claro posible y no tuviese amor! Confesión quiere decir: confesión de vida. Todo el que cree, está llamado a pagar con su propia persona: "Payer de sa personne" (PONER DE SU PARTE CON ESFUERZO). He aquí el clavo donde hay que golpear siempre.
________________________________________
BIBLIOGRAFIA:
Ahí mismo Barth compara el método histórico-crítico con la antigua doctrina de la inspiración y, decididamente, aunque admite la importancia del primero, opta por el segundo por considerarlo más profundo e importante. Aunque el comentario de Barth no fuera concebido como una obra de hermenéutica, de hecho, constituye un hito en este campo. Dice Claude Geffré: “A partir de Karl Barth, la teología es una hermenéutica que se esfuerza por hacer que la palabra de Dios hable a nuestro tiempo”. El cristianismo ante el riesgo de la interpretación. Ensayos de hermenéutica teológica
(Madrid: Cristiandad, 1984), 29.Gesteira Garza, Introducción a Karl Barth, 24. Del tema de la revelación general se deriva la teología natural, a la cual Barth se opondrá en forma enérgica. Al analizar el asunto, luego de indicar que para Barth la teología natural no es otra cosa que una teología antropológica, dice David L. Mueller: “En su exposición de Romanos, en la lucha de la Iglesia germana, en su acalorado debate con Emil Brunner en 1934, y en distintos puntos de la Church Dogmatics. Barth desarrolla un ataque a la teología natural que no tiene paralelo en la teología moderna”. Makers of the Moderns Theological Mind: Karl Barth (Massachusetts: Peabody, 1972), 87. La fuerte crítica de Barth a Brunner en esta cuestión está registrada en su famoso No (Nein) donde dice: “debemos aprender otra vez a entender la revelación como gracia, y la gracia como revelación, y por lo tanto alejarnos de toda «verdadera» o «falsa» theologia naturalis”. Makers of the Moderns Theological Mind: Karl Barth, 88. Cursivas originales. Para un análisis pormenorizado de las diferencias teológicas entre Barth y Brunner véase Henri Bouillard y Karl Barth, Genèse et evolution de la thèologie dialectique, vol. 1 (Aubier: Èditions Montaigne, 1957), 211-220.
* Barth, Carta a los Romanos, 114.===================================
SOLI DEO GLORIA
Para leer el Capítulo V, clique en este link:
Para leer el Capítulo III, clique en este link: http://teologiaycienciarubedaza.blogspot.com/2011/10/teologia-dogmatica-creer-es-conocer.html
Para leer el Capítulo II, clique en este link: http://teologiaycienciarubedaza.blogspot.com/2011/10/credo-apostolico-creer-es-confiar.html
Para leer el Capítulo I, clique en este link: http://teologiaycienciarubedaza.blogspot.com/2011/10/que-es-la-teologia-dogmatica-capitulo-1.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario